Con el paso de las horas, el miedo seguía latiendo en sus pechos, como una herida que se niega a cerrar. Sin embargo, el cuerpo, sabio en su terquedad, comenzó a imponerse: los vendajes cedían ante la carne nueva, y las costuras quedaban como minúsculas cicatrices que eran el eco de una desgracia todavía reciente.
El aire seguía denso, cargado de miradas perdidas y pensamientos no dichos. La tormenta interior no daba tregua. Aun así, el hambre —implacable en su banalidad— no entendía de tragedias. Durante un instante, cada joven sintió vergüenza de su fragilidad: recordaron que, al fin y al cabo, seguían siendo adolescentes en formación.
Nadia, abrazada a su propio silencio, se preguntaba si todavía existía la chica compasiva y llena de vida que había sido. Cada vez que cerraba los ojos, aquella versión de sí misma se le escurría entre los dedos. Ella quería recuperar ese carisma y sobre todo, brindarle la ayuda emocional que Ethan necesitaba en esos momentos de necesidad. Pero todo se había perdido el día que la arrastraron a ese lugar.
Sofía, como una hermana mayor en mitad del caos, no se apartaba de su lado. Detectaba el temblor bajo su compostura y el miedo que Nadia se empeñaba en ocultar.
—Yo… no sé si lo que vi fue real —susurró Nadia, llevándose las manos a la cabeza.
Una imagen insistía en su memoria: aquella habitación de cristal, suspendida en lo imposible.
—¿Qué fue lo que viste? —preguntó Sofía con voz quedada, para no romper el hilo frágil de sus palabras.
—No solo lo vi… lo sentí. A veces… todavía las oigo —su voz se quebró, como un vidrio al partirse—. Voces que me llaman. Voces que no son mías. —Se volvió hacia Sofía, con los ojos desencajados por el pánico y una certeza amarga—. ¿Y si no fuimos los únicos secuestrados? ¿Y si eso que nos hicieron en el cuerpo es apenas el prólogo de algo más terrible?
Sofía tardó en responder. Luego la atrajo suavemente contra su pecho, como si pudiera alzar un muro invisible entre Nadia y el vacío.
—Shh… tranquila —susurró, deslizando la mano por su cabello con infinita ternura—. Ahora no sirve de nada. Concéntrate en lo tangible: en lo que podemos ver, en lo que aún podemos tocar.
Pero incluso eso empezaba a desdibujarse.
Los colores no eran los mismos. El aire olía distinto, como si el mundo hubiese sido reconstruido con piezas que no encajaban del todo.
En el fondo de sus huesos, Nadia sentía que el peligro no se había ido. Solo se había acomodado, esperando.
Y aunque sus cuerpos comenzaban a recordar cómo era respirar, algo llego a su comprensión.
No todas las partes que trajo de vuelta le pertenecían, algo en ella se había impregnado y no estaba dispuesto a dejarle ir.
Mi nombre es Ethan.
Sin saber qué me depararía el futuro, tomé una decisión: ya no sería más el niño débil que esperaba ser rescatado. Con voluntad templada como el acero, retomé el arte de la esgrima que, por linaje, me correspondía aprender desde la infancia. Ya no era un rey, sino un prisionero que se niega a aceptar su destino.
Busqué algo que imitara el peso y la forma de una espada. Un fragmento de madera bastó. Mis movimientos eran torpes al principio, inseguros, como si el cuerpo aún dudara de mis intenciones. Pero no me detuve.
El sudor resbalaba por mi piel como escarcha al sol.
Cada estocada, cada bloqueo, era un acto de resistencia muda, un intento por recordar quién era antes de que todo se viniera abajo.
El dolor seguía ahí, punzante, recordándome la herida en el pecho. Pero aprendí a pelear con él, a usarlo como un límite que me empujaba, no como un muro que me detenía.
Porque ya no entrenaba por deber.
Ni siquiera por el reino.
Lo hacía por algo más urgente y más íntimo:
mi propia supervivencia.
Y quizás, si lograba sobrevivir… podría entonces recuperar algo del futuro que me arrebataron.
Nunca entendí cómo podía seguir sonriendo.
Entre el óxido de las rejas, el olor agrio del encierro… Isaac sonreía. Y no era esa mueca hueca que aprendemos cuando queremos fingir que todo está bien. No. Lo de él era distinto.
Era sincero, como si su alma aún recordara algo que el resto ya habíamos olvidado.
No debía tener más de catorce años. Quizá menos. Tenía un cuerpo flaco y una piel clara, que parecía hecha de ceniza; no tanto por herencia, sino por encierro. El sol lo había olvidado, pero su alma no. El cabello le caía en mechones sobre la frente: liso, negro, sucio… pero había algo en su mirada que desentonaba todo eso. Había esperanza.
Sus ojos eran grandes, redondos, de un negro tan vivo que casi dolía mirarlos, como si alguien hubiera encerrado en ellos un fragmento de cielo nocturno y una chispa de fuego.
Cuando lo veías por segunda vez, podías apreciar que su ropa, raída y colgando de su cuerpo, parecía más una armadura desgastada por el paso del tiempo que una simple prenda de vestir.
La primera vez que me pidió que le enseñara a pelear, creí que lo decía por desesperación. Quería hacer algo, cualquier cosa, para sentirse menos prisionero. Pero cuando me lo repitió —mirándome con esos ojos, con esa convicción— entendí que lo suyo no era un capricho. Era hambre.
Le advertí que la técnica que conocía era un secreto del linaje real, que no podía compartirla.
Él asintió. No suplicó. No argumentó. Solo me miró con esa expresión que pedía una oportunidad.
Antes de que se alejara de mi vista, le dije: —Puedo enseñarte la esgrima del reino, la cual los caballeros tienen permitido aprender.
De esta manera, Isaac me sonrió de felicidad.
Comenzamos en las sombras. Con palos, con manos torpes, con pasos mal dados y caídas que dolían más en el orgullo que en el cuerpo.
Pero él no se quejaba. Bueno… sola una vez.
Cada golpe lo hacía más fuerte.
Cada error, más exacto.
—Recuerda, Isaac… esto será un secreto —le dije una noche, mientras practicábamos entre ecos húmedos y oscuridad—. Quizás, algún día, estas habilidades serán nuestro as bajo la manga.
Él no respondió. Solo asintió, con una sonrisa distinta.
Ya no era la sonrisa del niño que había encontrado en aquella prisión.
Era la de alguien que empezaba a construir algo dentro de sí.
Un guerrero. Uno real.
Y por primera vez, desde que nos arrojaron a este infierno, no sentí tanto miedo.
Lo sentí el día que la puerta volvió crujir.
Mi nombre es Isaac.
No soy fuerte.
Ni rápido. Ni listo.
Solo… no quiero desaparecer.
Cada vez que caigo, sé que todos piensan que ya no me levantaré.
Pero lo hago.
No por orgullo. Ni por demostrar nada.
Sino porque cada vez que estoy de pie, siento que sigo siendo yo.
Ethan me mira con esos ojos de duda. Lo entiendo. Él es un rey. Un verdadero guerrero. Yo apenas soy un niño con las costillas marcadas y los sueños hechos trizas.
Pero cuando tomo ese palo, aunque tiemble, aunque me duelan los brazos, algo dentro de mí se enciende.
No sé cómo explicarlo.
Es como si durante unos segundos, el mundo se callara.
Y todo lo que existe… fuera posible.
Le pedí que me enseñara. No porque crea que algún día voy a ser un caballero.
Sino porque quiero tener algo que me recuerde que aún puedo elegir.
Puedo elegir resistir.
Puedo elegir quién quiero ser.
A veces, cuando dormimos en esta oscuridad que huele a óxido y miedo, pienso en el sol.
No lo veo desde hace tanto que ya olvidé su forma exacta.
Pero no su calor.
Está ahí, como un recuerdo tibio en mi pecho.
Sé que Ethan piensa que soy fuerte.
Pero no lo soy.
Solo sonrío para que él no se sienta solo.
Porque si él cae… no sé si podré levantarlo también.
Y entonces, esa noche… lo escuchamos.
El crujido de la puerta.
El fin, de nuestros días de paz.