Perspectiva de Lucius
Las miradas me atravesaban como alfileres. No eran hostiles, pero tampoco eran inofensivas. Gareth. Leonard. Todos los estudiantes. Todos con los ojos encima, como si mi nombre hubiese sido escrito sobre mi frente en tinta negra.
No anticipé esto. En retrospectiva, debí haberlo hecho. Asumí que este mundo operaría bajo reglas similares a las que ya conocía, aunque supiera bien que eso era una ilusión cómoda. Un ancla falsa. La realidad, en cambio, es más parecida a un océano sin fondo: lo que no puedes prever, te traga.
Me senté durante tres segundos. Tres segundos reales, medidos con la precisión de un metrónomo, pero que internamente se dilataron hasta convertirse en horas. Un lapso extendido donde mil versiones de mí debatían sobre qué decir, cómo no fallar, cómo fingir que todo estaba bajo control.
Y no lo estaba.
Nada lo estaba.
Mi cuerpo se sentía rígido, como si estuviese atrapado en un hechizo de parálisis. Busqué entre los escombros de mi memoria alguna frase útil, algún discurso olvidado, alguna enseñanza de otra vida que pudiera rescatarme. Pero todo lo que hallé fue un muro: blanco, frío y sordo. Una mente vacía en el momento exacto en que debía brillar.
Entonces Isolde se levantó. La sombra que tenía en el rabillo del ojo desapareció, y su figura se irguió con decisión. Yo la seguí. Era mi turno. Nuestro turno. Caminé hacia la plataforma como un reo hacia la horca, con cada paso acompañado por una punzada en el estómago, por una sensación de exposición que me resultaba aterradoramente familiar.
Nunca fui bueno en esto. Ni siquiera en mi otra vida.
No es que nunca lo intentara. Es que lo intenté una sola vez, y me costó más de lo que estaba dispuesto a pagar.
Tenía 17 años, y por alguna razón —una de esas que parecen tener sentido solo para los adultos—, fui el elegido para inaugurar el evento deportivo escolar. Yo. El tipo al que nadie miraba sin burlarse. El que se escudaba en una melena desordenada como si esconder su rostro pudiera evitar que lo destrozasen.
Era raro. Lo aceptaba. Lo era en ese entonces, y en cierta forma, aún lo soy.
Pero no fue mi aspecto lo que me hundió. Fue la estupidez de otro. Cuando subía a la plataforma, alguien extendió el pie. Caí. Y donde caí, el destino —o su versión más vulgar— había dejado un regalo: mierda de perro, fresca, tibia, insultantemente real. Las risas no tardaron en estallar. Yo me levanté, ignoré el hedor y comencé el discurso.
Eso fue un error.
Me arrojaron comida. Zapatos. Risas convertidas en proyectiles. Y cuando creí que no podía empeorar, un estudiante subió y me golpeó en la cara. No reaccioné. No por valentía. Fue otra cosa. Algo parecido al agotamiento existencial. Como si ni siquiera eso valiera el esfuerzo de responder.
Desde entonces no volví a intentarlo. Cerré esa puerta, la sellé y arrojé la llave a los rincones más profundos de mi mente.
Y, sin embargo, aquí estoy. Otra vida. Otro cuerpo. Otro escenario. Pero el mismo miedo. Pegado a la garganta como un nudo de sangre seca. Apretando el pecho, recordándome que la memoria no se borra con reencarnaciones. Solo se adormece, como una serpiente al sol.
Y ahora está despertando.
Nos ubicamos en el centro de la plataforma. Era un espacio simbólico, no por su diseño, sino por la forma en que concentraba el juicio colectivo. Estábamos expuestos. Isolde y yo. Dos niños —al menos en apariencia— pretendiendo ocupar un lugar que exigía aplomo, claridad… y una falsa serenidad.
Los murmullos nos rodeaban como un enjambre. No distinguía palabras, solo fragmentos de sílabas que se rompían antes de llegar a ser ideas. Como si el mundo conspirara para volver sus opiniones indescifrables. Tal vez por piedad. Tal vez por crueldad. O, lo más probable, porque mi mente no podía soportar oír más juicios.
No me importaba lo que pensaran. O al menos eso me repetía, como un conjuro autoinducido. Pero la verdad era otra: el eco de mi vida pasada seguía adherido a mí como una sombra que no entiende de reencarnaciones.
—¿Qué se supone que deba decir? —preguntó Isolde. Su voz fue un susurro tembloroso, cargado de honestidad.
La pregunta flotó en el aire por un instante que se sintió suspendido. Porque en ese momento no era el Lucius reciclado de otra existencia. Era solo un niño de doce años, enfrentando algo que lo superaba. No tenía ninguna armadura mental, ninguna estrategia. Solo una reacción visceral: miedo.
Miré hacia Alicia. Me observaba con una expresión indefinida: sorpresa, ligera preocupación… ¿curiosidad? Como si pudiera intuir que algo estaba fuera de lugar, que mi compostura se había resquebrajado.
Y lo había hecho.
Tenía que sostenerme. Debía ser el gemelo con el alma más vieja. El que carga las cicatrices del tiempo. El que no cede.
—Solo sé tú misma —le dije a Isolde, forzando una sonrisa que probablemente engañó a todos, excepto a ella —. Confío en que tus palabras serán suficientes. Hablas tú primero. Yo iré después, ¿te parece?
Asintió. Dos pasos al frente. Y de pronto, la niña asustada se convirtió en alguien distinto.
—¡Mi nombre es Isolde Equidna D'Arques, y hoy vengo para dar un pequeño pero significativo discurso de cierre para la ceremonia!
Su voz fue firme. Sorprendentemente firme. Como si, por un instante, todo su miedo se hubiese alineado detrás de ella en lugar de frente. Me alegró. No por su seguridad, sino por el contraste que marcaba con mi propio estado.
Había pasado apenas una semana desde el examen de admisión. Y sin embargo, las palabras de Isolde flotaban con una madurez que desentonaba —para bien— con la brevedad del tiempo.
Habló del miedo. De la ausencia de los que no llegaron. Del esfuerzo. De una discusión pasada entre nosotros que, en su momento, fue trivial, pero que ahora parecía el preludio de algo mayor. La típica ironía de la memoria: lo que no parece importante termina siendo lo único que importa.
Y entonces vino la frase que me desarmó.
"Gracias a él, es que logré entrar a esta academia…"
No supe cómo recibir eso. No en ese momento.
Terminó con una súplica disfrazada de aliento. Una exhortación honesta. Aplausos. Reverencia. Una máscara perfecta, aunque yo sabía que detrás de esa voz templada aún temblaban las manos.
Se me acercó. Me tocó el hombro.
—¿Podemos pasar a comer un poco de pan con huevos más tarde? Muero de miedo —susurró.
Sus dedos no dejaron de vibrar. Esa fue la señal.
—Claro —respondí con una sonrisa que ya no era una máscara, sino un anhelo de estabilidad. Di dos pasos al frente. Los mismos dos pasos que, en otro momento, significaron la humillación pública de un adolescente cubierto de barro y desprecio.
Alicia estaba allí, ahora junto a Beatrice y los demás. Me miró. Sonrió. Había algo… peculiar en su expresión. Una mezcla entre juego, complicidad y provocación velada. No comprendía sus intenciones, pero su mirada me empujaba. Me obligaba a avanzar.
Y entonces lo sentí.
El sudor. El vacío. El pulso acelerado.
Tenía miedo. Pánico. Y no tenía nada preparado. Ni una línea. Ni una frase.
Isolde lo notó de inmediato. Me conoce. Me lee. Siempre lo ha hecho.
Caminé hacia ella.
—¿Qué sucede?
—Yo… —intenté mentir. No pude.
Había algo en mi garganta. Una presión antigua, como si estuviera a punto de regurgitar siglos de emociones reprimidas —. Yo… tengo mucho miedo…
La confesión no trajo alivio. Trajo vértigo. Me sentía como una torre de cartas sostenida por una sola palabra mal dicha.
—¿Qué? Lucy, cálmate, estás temblando.
—Issy… no sé si puedo hacerlo. Esto se siente… demasiado opresivo. Como ciertos eventos de mi vida pasada —susurré, apretando su mano como un hombre que se aferra a la realidad justo antes de naufragar.
Mi cuerpo no obedecía. Mi mente no encontraba escape. Todo estaba allí: el miedo, la vergüenza, la rabia… emociones viejas, oxidadas, pero terriblemente vivas.
Por primera vez en esta nueva existencia, estaba experimentando un ataque de pánico. Y no podía esconderlo.
—¿Sabes algo, niño? —Padre estaba sentado en su sillón habitual, exhalando humo como si sus palabras necesitaran una niebla que las disfrazara de autoridad.
Yo temblaba. El cigarro aún humeaba en su mano, pero el dolor real ya estaba incrustado en mi piel. Ardía, sí, pero más dolía la previsibilidad. Sabía lo que venía. Siempre lo sabía.
—¡Respóndeme, pedazo de mierda! —rugió, su puño cruzando el aire con una violencia que parecía ensayada—. Puta madre… Qué molestia tan infame resultaste ser. Aunque, bien lo dije: tu madre debió tomar la pastilla después de aquella noche.
Caí al suelo. No por el golpe, sino por la costumbre. La gravedad siempre parecía estar de su lado.
Me encogí, intentando desaparecer en el suelo. Quería llorar, pero sabía que las lágrimas sólo lo harían continuar con más ganas. Llorar era admitir vulnerabilidad. Y en esta casa, eso era una invitación al infierno.
—No quiero aceptar que el error fue mío por no dejar que tu madre abortara, pero lo es… Qué mierda. No entiendo por qué sigues aquí. ¿Eres siquiera mi hijo? Eres un cobarde. En la guerra, saltábamos con cuchillos entre los dientes. Y tú ni siquiera puedes ponerte de pie.
—Perdón… perdón… —La palabra se repetía, mecánica, como si mi boca se negara a pensar por sí sola. Sentía el pánico latirme en las sienes, y la tristeza apretarse en el pecho como una soga.
Entonces, la imagen se distorsionó. Como si una piedra cayera en un estanque y la memoria se desdibujará con las ondas.
—¿Lo ves? —giré la cabeza. A mi lado estaba él… Hyung-seok. O, mejor dicho, yo mismo, con doce años. Borroso, como si no quisiera ser recordado del todo—. Este momento… este fue el inicio. Lo que forjó tu verdadera naturaleza. ¿Por qué insistes en luchar contra lo que sabes que eres?
—Ya no quiero ser tú. Por fin… tengo a alguien que me sostiene. Alguien que me recuerda por qué vale la pena seguir respirando.
No mentía. Mentirse a uno mismo era aún más peligroso que enfrentar la verdad.
—¿Isolde? —se río con una aspereza que sonaba a oxígeno podrido—. Qué idiotez. Dijiste lo mismo de las otras chicas. Que ellas te salvarían. Que dejarías de matar. Pero luego, ¿no fuiste tú quien hundió el taladro en sus cráneos? ¿Quién mordió sus muslos como si buscaras un consuelo primitivo? ¿Eso es un ancla para ti?
Di un suspiro—. ¿Por qué me muestras esto?
—Perdón. Ni siquiera a mí me resulta agradable. Creo que fue la primera vez que te golpeó así. Antes de que se convirtiera en rutina. Pero debo agradecerlo. Ese dolor fue el abono para mi existencia. El sufrimiento ajeno... se volvió dulzura.
—Me das asco. ¿Puedo irme ya? No quiero verte.
—¿Irte? —río de nuevo, con esa misma risa hueca—. Has olvidado algo importante. No tengo poder aquí. Esto es tu conciencia. El ataque de pánico te desmayó, y ahora estás atrapado en esta grieta de tiempo.
—¿Por eso estás borroso? No puedo distinguirte del todo...
—Exacto. No estás muerto. Solo inconsciente. Y mientras lo estás, tu mente intenta procesar lo que ocurre fuera. Aunque allá solo pasen dos segundos, aquí el tiempo se descompone. A veces me pregunto si no era más simple cuando solo recibíamos dinero por matar, sin tener que ganarnos un lugar en esta farsa de mundo nuevo.
Me senté, aún con el cuerpo tenso. El silencio me envolvía como una manta vieja, áspera, pero familiar. Si hubiese muerto en aquella plataforma, quizás esta conversación sería eterna.
—¿Era divertido trabajar para Jace? —pregunté, con la voz amortiguada por la resignación.
—Supongo que sí. Nos pagaban por matar. Nos dejaban jugar con los cuerpos. El trabajo no era constante, pero siempre había una nueva víctima cada tanto. Y dime, ¿no es eso lo que todos buscan? Que les paguen por hacer lo que aman.
—Repulsivo. A pesar de que eres yo… no puedo evitar sentir un rechazo visceral al escucharte.
—¿Por qué aparecí de pronto? —continuó, sin que le contestara—. Tal vez porque ya no puedes seguir fingiendo. Quieres mejorar, ¿no? Pero para eso debes mirarme de frente. Y entiéndelo bien: no puedes eliminarme. Yo fui tú, y tú fuiste yo. Eso no se borra. No importa cuánto te esfuerces por olvidarlo.
Guardé silencio.
No era una confesión. Era una aceptación. Y en ese instante, comprendí que hablar conmigo mismo no era tan aterrador como antes. Tal vez porque ya podía distinguir lo que fui de lo que intento ser. O porque, después de todo, incluso el infierno parece más soportable cuando sabes que hay alguien que no huye al verte en llamas.
—Te odio, Hyung-Seok.
—Jajaja… idiota —rió, dándose la vuelta con esa despreocupación enfermiza tan suya—. Bueno, es hora de desaparecer un tiempo. Pero antes… recuerda esto: por más que intentes sepultarme, sigo ahí, en las grietas. Siento tu fuego. Ese dolor que nunca termina de consumirse.
No respondí. No tenía sentido discutir con un reflejo tan cínico.
Me propinó una patada. Mi cuerpo cayó, y al tocar el suelo, el mundo se quebró.
Volví a la realidad.
Isolde estaba frente a mí, exactamente como la había dejado al desmayarme.
Estaba más… tranquilo. No en paz, pero sí en equilibrio. Como si hubiera aceptado que la sombra existe, pero no tiene por qué gobernar.
—Lucy… Yo… —murmuró, con un tono apenas audible, como si las palabras pesaran más de lo que podían soportar sus labios.
No dije nada. Solo tomé su mano y la posé contra mi mejilla. Ese simple gesto… se sintió como una línea trazada entre dos realidades. Ella era tangible. Ella existía. Y su calor era la única constante en el caos.
Ella, mi mundo, brillaba más que cualquier estrella. Más que cualquier promesa. Más que cualquier mentira que me hubiese contado para sobrevivir.
—Perdón, Issy.
Isolde sonrió suavemente. Luego, con la yema de sus dedos, dibujó pequeños círculos sobre mi piel.
—No debes tener miedo, Lucy. No sé qué ocurrió en tu otra vida, ni qué cicatrices te llevaron a convertirte en esa persona. Pero sé que eres más fuerte que todo eso. Te conozco. Puedo ver en tus ojos que estás luchando. Y confío en ti. Porque eres analítico, metódico y valiente. Porque eres… mi hermano. El más importante en mi vida. Así que no huyas. Deja que las emociones salgan. Yo estaré aquí.
Asentí, cerrando los ojos. La paz… no era real. Pero por un momento, parecía alcanzable.
Me enderecé y volví al centro de la plataforma. Tomé aire. Esta vez, no para escapar de algo. Sino para sostener lo que soy.
El dolor ya no era una carga. Se había transformado. Era energía. Era resolución. Isolde me lo había dado. Y eso… eso era suficiente para mantenerme en pie.
—¡Mi nombre es Lucius Van D'Arques, y soy el gemelo de la chica más fuerte que conozco, Isolde Equidna D'Arques! —grité, con una voz que no sabía que tenía, con una fuerza que no sabía que quedaba en mí. No lo hice por llamar la atención. Lo hice porque era verdad. Y en un mundo como este, la verdad debía ser gritada, antes de que el silencio la enterrara.
Porque ella me había salvado. Porque, gracias a ella, podía dejar atrás a Hyung-Seok.
—Este discurso no será el más adecuado —continué, ahora más sereno, pero con el mismo pulso de sinceridad—. Puede que algunas partes resulten incoherentes. La academia no nos preparó no nos avisó de esto. Y no los culpo. Me culpo a mí por no ser quien debería dar estas palabras.
No había ensayado nada. Pero algo en mí necesitaba salir. Y lo hizo.
—Durante mucho tiempo, he cargado con un peso invisible. Ustedes conocen nuestros apellidos. Somos hijos de Erika y Elías D'Arques. Héroes, según dicen, que lucharon contra el dragón de las montañas de Eldrathorn...
Improvisaba, sí. Pero cada palabra venía desde un rincón sincero de mí. No quería que me recordaran por lo que fui, sino por lo que intento ser.
—Tuve miedo. Miedo de no estar a la altura de sus expectativas. Y sé que no soy el único. Quizá muchos de ustedes sienten lo mismo. Pero quiero decirles algo: No vivan para replicar el legado de sus padres. No se encadenen al orgullo ajeno. Forjen el propio. Caer está permitido. Rendirse, no. Levántense. Encuentren su manera.
Estaba ocultando una vida pasada. Sí. Pero lo hacía con la esperanza de que, en esta nueva vida, aún había lugar para alguien como yo. No por redención, sino por construcción. Quería demostrar que podía cambiar. No por obligación, sino por elección.
—Y, por último, quiero agradecerle a la persona más importante de mi existencia. Gracias a ella… aún estoy aquí. Porque ella es mi ancla. Mi fuerza. La razón por la que sigo luchando. Si no fuera por ella, probablemente estaría encerrado en casa, huyendo, cediendo ante la presión, condenado a repetirme hasta desaparecer… Gracias por escucharme. Les deseo mucha suerte y disfrute a todos los egresados.
Hice una reverencia. No como señal de sumisión, sino como cierre. Me retiré, regresando a su lado.
Isolde me esperaba, con esa sonrisa que parecía burlarse del destino. Me tomó la mano sin decir nada.
Aún temblaba. Así que solté su mano y, en su lugar, la rodeé con el brazo.
Ella apoyó la cabeza en mi hombro. Caminamos.
Así de simple. Así de humano.