Era uno de los compañeros con los que compartía piso.
Cuando llegó por primera vez, lo recibió sin decir palabra. Lo ayudo a cargar sus cosas como si se conocieran de toda la vida.
Hay personas cuyo corazón parece ocupar el lugar del cerebro.
Él era una de ellas.
Tenía un rostro amable, a pesar de la hora. En la mano izquierda sostenía una maleta de viaje; en la espalda, una mochila tan grande como su torso.
Ni bien se abrió la puerta, habló con una voz tranquila; tenía los ojos cansados y caídos:
—Buenos días, disculpa la hora —dijo con una leve sonrisa, inclinando ligeramente la cabeza—. Ayer vino una mujer preguntando por ti. Como no estabas, me acerqué a decirle que no te encontraba. Me preguntó si te conocía, y le dije que sí… así que me dio esto.
Según ella, es importante para ti.
Por un momento, se emocionó. Pero luego recordó lo que le había dicho su madre hacía unos días:
—Iré a vizitarte la próxima semana, espero tengas ganas de berme.—le escribió.
Las faltas ortográficas reflejaban su poca experiencia con el teléfono.
Pero más que eso, hablaban de la poca educación que había recibido en su niñez. La realidad de antes. Y lo peor de todo: en el Perú.
Corrupción, explotación, expropiación, sangre, desgracias.
Dios se ensañaba con los pobres peruanos..
Los 50, 60, 70, 80, 90, los 2000… incluso hoy: cada década parecía un castigo.
Trabajar desde pequeño era lo normal. Bastaba con saber hablar y caminar para ser lanzado a la faena. Desde ese instante, ya eran condenados a ver lo cruel e injusta que era la tierra donde nacieron.
Ellos no se despertaban por sueños.
Se despertaban por el canto del gallo y el peso de su labor.
No mojaban sábanas: regaban la tierra con su infancia.
Aprendieron a sembrar antes que a leer.
De esos tiempos salieron hombres (y mujeres) recios, curtidos por el sol y la necesidad. Pero también, machistas, toscos, resentidos, a los que su deformado intelecto no les permitía ver más allá del "sí" o el "no".