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Chapter 3 - ¿Falsa alarma...?

"Hermano... tengo miedo," Saida susurró con voz temblorosa, aferrándose con fuerza al brazo de Jota.

"No se preocupen, eso es normal. Siempre pasa cuando el sol se oculta," dijo Ela con una sonrisa apenas perceptible, pero sus ojos revelaban una chispa de inquietud. Puso una mano firme sobre el hombro de Saida, intentando transmitirle calma.

"Ven, vamos," añadió, tirando suavemente de la mano de Saida mientras los tres corrían por el sendero rodeado de vegetación. Iban en fila, tomados de las manos, acelerando el paso con la ansiedad creciendo en sus pechos.

"Entonces... ¿no es por los Devo...?" Saida no alcanzó a terminar, y Ela la interrumpió con un tono firme, casi urgente.

"No. Mi papá dice que estos avisos suenan siempre para prevenir un posible ataque de esas bestias," respondió Ela, forzando una sonrisa mientras su mirada se clavaba en la sombra que empezaba a extenderse entre los árboles.

En ese momento, las dos niñas sonreían. Saida ya se sentía más tranquila tras escuchar las palabras de su reciente amiga. Sin embargo, no era lo mismo para Jota. Sus ojos estaban muy abiertos, el sudor brotaba de su frente como un manantial incesante, y sus labios se movían apenas, murmurando algo que sólo él podía oír.

"Yo... yo lo vi..." susurró, con la voz quebrada. Había girado la vista hacia el bosque unos instantes antes, y entre las sombras, lo vio: un fuego ardiente, de un rojo oscuro casi negro, como si el odio mismo hubiera tomado forma.

Jota Morel tenía una habilidad que no comprendía del todo, un don que nadie más conocía: podía ver a través de las personas. No su carne ni sus huesos, sino algo más profundo. Su alma.

Cuando alguien albergaba bondad, compasión o ternura, Jota veía una llama verde ardiendo suavemente en su torso. No todas brillaban igual; algunas eran apenas un parpadeo en la oscuridad, otras más intensas, vibrantes como la esperanza en tiempos difíciles. Era su forma de entender el mundo. De distinguir lo que vale la pena proteger.

Pero cuando la llama era violeta...

Ese color significaba algo más. Maldad. Rencor. Intenciones corrompidas. Y como el verde, también tenía matices. Algunas eran cenizas que se resistían a apagarse, otras rugían como tempestades internas, gritando en silencio todo lo que las palabras no podían decir.

Lo que hizo que su cuerpo entrara en estado de alerta. El sudor brotaba sin tregua desde su frente, resbalando por sus sienes y cayendo al suelo como gotas de inquietud.

Su respiración se volvió irregular.

Pero entonces, algo lo arrancó de ese trance: un tirón firme en su mano. Saida y Ela lo jalaban para seguir corriendo, sin entender lo que él acababa de presenciar. La calidez de sus dedos contrastaba con el frío que comenzaba a escalarle por la espalda.

Su rostro reflejaba confusión… y miedo.

Una expresión que ni él mismo comprendía del todo.

Volteó una vez más hacia el bosque, buscando el fulgor siniestro que había visto segundos antes.

Pero no había nada.

Solo ramas, sombras y el susurro del viento entre los árboles.

Era como si aquel fuego oscuro jamás hubiese existido. Como si su mente, presionada por la tensión del momento, hubiera dibujado el horror en donde solo había silencio.

"Niños, ya llegaron. Por un momento me preocuparon."

La voz de la abuela Rose sonó aliviada al ver a los tres niños aparecer entre los árboles. A su lado, el abuelo Edeh asintió con calma.

"Qué bueno que llegaron antes de que oscureciera del todo." Añadió Adelise, sonriendo al ver a sus hijos tomados de la mano con Ela.

"Sí, se les nota que la pasaron bien."

comentó Edras, con un tono amable mientras se agachaba un poco para ver a Saida.

"¿Quién ganó la carrera?"

"¡Ela! ¡Corre muy rapido!" Gritó Saida entre risas, aún con la respiración agitada.

"Será que come muchas flores mágicas,"

bromeó Noam, padre de Ela, cargando una cesta con paños y frutas. "Bueno, nosotros ya nos vamos a nuestra cabaña. Un gusto haber pasado tiempo con ustedes."

Sira, madre de Ela, se acercó a los niños y acarició el cabello de su hija.

"Ela, ven, es hora de descansar. Mañana hay más tiempo para aventuras."

"¡Mañana jugaremos!" Gritó Ela con entusiasmo mientras corría hacia su padre. Levantó su flor al cielo como si fuese una bandera, sonriendo ampliamente.

"¡Sii!" Respondió Saida, alzando la mano y saltando un poco. Jota, a su lado, apenas se movía.

"Cuídense, chicos." Dijo Sira mientras miraba con afecto a los dos hermanos.

"Gracias por cuidar de Ela, ¿sí?"

"Siempre lo haremos." Respondió Saida, con una sonrisa suave e infantil.

"Nos vemos temprano." Agregó Edras, alzando ligeramente una mano en señal de despedida.

La familia de Ela se alejó entre risas y pasos que crujían sobre la tierra húmeda. Los murmullos se fueron apagando hasta que solo quedó el viento agitando las hojas. Se metieron a su cabaña que estaba al costado de la granja.

Fue entonces que Adelise notó algo.

"Jota… ¿estás bien?"

El chico no respondió. Su cuerpo permanecía quieto, tenso. Su rostro no mostraba la misma alegría que su hermana. Su mirada no seguía a Ela ni a su familia como todos los demás.

Miraba el bosque. Como si esperara que algo saliera de allí.

Edras entrecerró los ojos, curioso.

"Hijo..."

Jota tragó saliva. El sudor en su frente aún resbalaba en silencio. Lo que había visto… ese fuego rojo oscuro… ¿fue real?

Su mente buscaba explicaciones, pero algo en su pecho no dejaba de latir con fuerza. Como si el bosque no solo lo hubiera mirado… sino reconocido.

El corazón de Adelise se encogió al ver el rostro de su hijo. Esa expresión… ese miedo tan crudo, tan real. No lo veía así desde que era muy pequeño, cuando despertaba temblando por sueños que no podía explicar.

Sin pensarlo, se arrodilló frente a él y lo abrazó con ternura, estrechándolo con fuerza contra su pecho. Sus brazos eran una muralla cálida, una promesa muda de protección.

"Hijo… mamá está aquí… todo estará bien" susurró suavemente, para que sólo él la escuchara. "Dime… ¿viste algo en el bosque?"

Jota no respondió al instante. Al sentir a su madre tan cerca, tan real, por un momento su respiración se calmó. El roce de su ropa, el olor familiar de tierra húmeda y flores secas, lo hicieron recordar que estaba a salvo.

Pero apenas escuchó la pregunta, su cuerpo se tensó de nuevo.

"No lo sé…" susurró, casi sin voz. Su garganta apretada. Sus ojos, antes bien abiertos por el asombro, ahora se llenaban de lágrimas.

Las primeras rodaron por sus mejillas sin hacer ruido, cayendo como gotas de duda.

Edras se acercó con pasos lentos, dejando atrás la atmósfera alegre de minutos antes. Se agachó junto a su esposa y su hijo, posando una mano firme sobre el hombro de Jota. Su mirada se volvió seria, cargada de una preocupación que rara vez mostraba frente a sus hijos.

"Tranquilo, Jota. Estamos contigo." —dijo con voz serena, intentando infundir calma, aunque sus ojos buscaran respuestas invisibles en el gesto de su hijo.

Los abuelos, Rose y Edeh, permanecían de pie. La abuela se llevó una mano al pecho, inquieta, mirando a su nieto con dulzura, pero también con esa gravedad que sólo los mayores entienden. El abuelo asintió una sola vez, en silencio. Su mirada se dirigió al bosque, sin palabras, con esa vigilancia callada que años de experiencia cultivaban.

Saida, que había permanecido unos pasos atrás, observaba en silencio. Le dolía ver a Jota así. Él, que siempre sabía qué decir. Él, que transformaba cada día en una aventura, que le ponía nombre a las nubes y decía que los árboles hablaban cuando nadie escuchaba.

No podía soportar verlo tan apagado.

Sin pensarlo, corrió hacia él. Se lanzó a sus brazos con fuerza y enterró el rostro en su pecho.

"No estés triste, Jota…" dijo con la voz pequeña, apagada. "Estamos aquí. Yo estoy contigo… mamá, papá… todos."

Jota no dijo nada. Pero ese abrazo, ese calor, esa presencia… hicieron que cerrara los ojos por un instante.

Y por primera vez desde que vio aquel fuego oscuro en la distancia… respiró.

El viento volvió a soplar, arrastrando el aroma de las hojas secas y del campo al anochecer. La granja, bañada por la luz mortecina del crepúsculo, parecía volver a su ritmo, como si el tiempo, por unos segundos, se hubiese detenido para sostener ese momento.

La amenaza había pasado.

Al menos, por ahora.

Horas más tarde, la noche ya había cubierto por completo el cielo de Pondcross. Las estrellas, brillando tímidas entre nubes pasajeras, arrojaban su luz sobre las cabañas que rodeaban la granja Morel. Una de ellas, hecha de troncos gruesos de madera oscura, acogía a la familia en su interior como un refugio cálido y silencioso.

En el primer piso de la cabaña, lo primero que se notaba al entrar era el olor: una mezcla reconfortante de madera seca, infusión de raíces y ceniza tibia.

A la izquierda de la entrada, una cocina modesta ocupaba un rincón, con una encimera de piedra, estanterías de madera llenas de hierbas colgantes y utensilios de cobre que brillaban a la luz del fuego. Una pequeña olla burbujeaba todavía sobre un brasero de hierro, emitiendo un vapor que perfumaba el ambiente con aroma de hojas de yanca y flor seca de jurel.

Junto a la cocina, en el centro del espacio, estaban sentados los adultos. Un conjunto de sillas de madera, todas distintas, algunas con tallados florales, otras lisas y envejecidas por el tiempo formaban un círculo alrededor de una chimenea de piedra encendida.

El fuego crepitaba con calma, lanzando sombras cálidas sobre las paredes de tronco. Una mesa baja de roble crujía suavemente bajo el peso de tazas de barro humeante, algunas aún medio llenas.

Adelise, Edras, Rose y Edeh compartían ese espacio, hablando en voz baja, con expresiones tensas y miradas que a veces se perdían en las llamas.

Al costado del salón, junto a un perchero rústico lleno de abrigos de lana, se alzaba una escalera de madera que subía al segundo piso. Sus peldaños estaban algo gastados, y al pisarlos solían protestar con crujidos suaves, pero firmes.

El segundo piso era un espacio abierto, amplio, cubierto por un techo inclinado sostenido por gruesas vigas de madera. Era un lugar destinado al descanso, sencillo pero funcional.

En él había cuatro camas distribuidas a los lados, todas hechas con estructura de troncos y cubiertas con mantas pesadas tejidas a mano. Dos de ellas estaban vacías, aún estiradas y con el aroma del lavado reciente. Las otras dos estaban ocupadas por los niños.

Jota dormía en una de ellas, aunque su rostro parecía más inquieto que sereno. Sus cejas estaban levemente fruncidas, y se movía de tanto en tanto como si su sueño no le ofreciera paz. La manta subía y bajaba al ritmo de su respiración irregular.

A pocos metros de él, en la otra cama, Ela dormía profundamente. Su rostro estaba relajado y su cuerpo envuelto entre mantas gruesas de tonos rojizos. Abrazaba un muñeco de trapo con el torso ancho, una capa cosida en la espalda y un símbolo bordado en el pecho: era una figura que representaba a uno de los héroes más famosos de la historia reciente de Frontier.

El muñeco estaba algo desgastado, con una costura suelta en una pierna y el color ya apagado por el tiempo, pero sus ojos bordados seguían reflejando valentía. Era evidente que Ela lo cuidaba con cariño, como si aquel pequeño héroe de tela pudiera protegerla incluso mientras dormía.

El silencio del segundo piso contrastaba con los murmullos del primero, donde los adultos aún conversaban entre sorbos de infusión, rodeados del resplandor suave del fuego. Toda la cabaña, aunque modesta y envejecida, respiraba una calidez tranquila que apenas lograba disimular la tensión en el aire.

La conversación, por momentos serena, volvía una y otra vez al mismo punto.

"Él no dijo que era un animal ni una sombra," murmuró Adelise, frunciendo el ceño. "Dijo que era fuego. Un fuego... oscuro. Eso no es algo que un niño se inventa así como así."

"Y menos Jota," intervino Edras, cruzándose de brazos. "Él no es de los que imaginan cosas por asustarse. Si lo dijo, es porque algo real vio."

Rose se removió en su asiento, pensativa. "¿Y si fue solo por la alarma? El sonido, la tensión… puede que lo haya afectado más de lo que pensamos."

"No lo creo," respondió Adelise, bajando la mirada. "Se quedó mirando al bosque mucho después de que todo terminó. Ni parpadeaba. No era miedo normal. Era como si... lo hubiera reconocido."

Hubo un silencio breve. Denso.

Edeh, que hasta entonces solo había escuchado en silencio, alzó la mirada lentamente. Su voz fue grave, sin dramatismo, pero cargada de peso.

"Tal vez lo que vio sí estaba ahí."

Todos lo miraron.

"¿Estás diciendo que era uno de ellos?" preguntó Edras, bajando la voz instintivamente, aunque los niños ya dormían.

Edeh no respondió de inmediato. Bebió un sorbo de su taza, como si se tomara el tiempo para elegir bien las palabras.

"Si lo fuera… el Escudo de Frontier lo habría detectado," dijo al fin. "Cuando un Devorador cruza una Zona Roja, las alertas se activan al instante. No pueden pasar sin dejar huella."

"Entonces, ¿por qué Jota vio eso?" insistió Rose, con el ceño fruncido.

Edeh dejó la taza sobre la mesa con lentitud. "No lo sé. Puede que haya sido un eco… un residuo de algo que ya no está. O quizá fue algo más personal. Algo que solo él podía percibir."

"Sea lo que sea," dijo Adelise, apretando las manos sobre sus piernas, "no quiero que vuelva a pasar. No así, no con ese terror en su cara."

Edeh se irguió con lentitud. Se notaba en su postura algo distinto, una tensión que no era nueva, pero que pocas veces había mostrado con tanta claridad.

"Si fue un Devorador…" dijo con gravedad, su voz como piedra. "Yo lo aplastaré por mi cuenta."

Golpeó su pecho con el puño cerrado.

Un tatuaje en forma de remolino negro apareció desde la base de su cuello, extendiéndose como un vórtice sobre el torso. No era tinta. Era una marca viva, que parecía despertar más que emerger.

Unas líneas verdes se iluminaron en su interior, serpentearon por su brazo y concentraron su fulgor en el puño cerrado.

Entonces, el aire tembló.

Una onda de viento se expandió desde él, empujando papeles, haciendo crujir la madera, apagando la lámpara de aceite por un segundo.

El silencio que siguió fue casi reverencial.

Edras rompió la tensión con una media sonrisa, aunque sus ojos seguían fijos en el remolino que lentamente se desvanecía.

"Vaya… al parecer aún no te has debilitado. Aún no puedo imaginar cómo no te convertiste en un héroe."

Edeh soltó una exhalación breve, sin mirar a nadie en particular.

"Es porque la competencia para convertirse en un héroe es muy alta," dijo, casi como si repitiera algo que le habían dicho muchas veces. "Y no solo eso… hay que tener talento para estar en ese mundo."

Adelise lo miró por un momento, pero no dijo nada.

Rose se limitó a trazar círculos con un dedo en la superficie de su taza.

Solo el viento, que aún se colaba entre las rendijas, parecía responder. Como si incluso la casa hubiera reconocido que Edeh no era solo un padre, o un granjero.

Y que, tal vez, nunca lo había sido del todo.

Mientras tanto, la jornada en la granja había concluido. El cielo se deshacía en tonos rojos y púrpuras que se fundían con la bruma espesa que comenzaba a trepar desde el bosque. El aire olía a tierra mojada y metal viejo. Los trabajadores regresaban a paso lento desde los campos, como si arrastraran algo más que sus cuerpos agotados: una incomodidad que no sabían nombrar.

Una mujer con las trenzas recogidas —Mara, viuda desde hacía dos inviernos— acomodó los cubos junto al pozo, echando una mirada hacia el lindero. El agua reflejaba un cielo que parecía herido.

Más allá, Julián, un hombre de brazos gruesos y espalda encorvada por años de labranza, amarraba el ganado con movimientos mecánicos. Murmuraba entre dientes, como si hablara solo o rezara. El viento le apagó la antorcha que colgaba del corral, y por un instante, se quedó inmóvil, mirando la llama morir.

Un joven cruzó el campo corriendo. Era Tamo, el hijo del herrero del mercado, con la cara tensa y el aliento agitado. La tierra le cubría las botas y la camisa tenía hojas pegadas en la espalda.

"Vi algo raro en el lado norte," dijo quitándose el sombrero con un gesto brusco, como si al hacerlo pudiera desprenderse también de lo que había visto.

"¿Qué tan raro?" preguntó Julián, apoyando su azada contra el cobertizo con una lentitud deliberada.

"Huellas. Muchas. No eran de ciervos ni de jabalíes. Eran... mezcladas. Como si todos los animales del bosque hubieran salido corriendo al mismo tiempo en una sola dirección. El suelo estaba revuelto."

Nadie respondió de inmediato. El crepitar del fuego y el sonido de una lona ondeando fueron los únicos ruidos. Mara cruzó los brazos, con el ceño apretado.

"¿Y los perros? ¿Nada?"

Tamo negó, mirando al suelo. "Eso es lo peor. No ladraron. Ni uno. Desde que salí al corral hasta que pasé el gallinero, silencio total. Como si... como si no estuvieran ahí."

"Eso no es normal," murmuró Julián. "Siempre ladran cuando sienten algo. Hasta una gallina suelta los hace aullar."

"Hoy todo estaba callado."

Una brisa cruzó el campo y las antorchas parpadearon como si dudaran de sí mismas. Los ojos de los trabajadores giraron hacia el bosque, ese umbral de sombras donde la lógica del día no parecía aplicar.

"¿Revisamos mañana el perímetro?" preguntó Mara.

"No," respondió Julián tras un breve silencio. "Podría ser solo un movimiento natural. No tiene sentido asustar a todos por ruidos."

"Tal vez es solo eso," dijo Tamo, pero su voz sonaba como si quisiera convencerse a sí mismo más que al resto.

Poco a poco, comenzaron a guardar las herramientas, cerrar los portones, cubrir carretas y asegurar cobertizos. Pero nadie silbó, nadie bromeó, como solían hacerlo al final de una jornada larga. La quietud era demasiado espesa, como una promesa suspendida en el aire.

Mara, Julián y Tamo fueron los únicos que decidieron revisar el sendero del norte, llevados más por una mezcla de orgullo y ansiedad que por sentido común. Avanzaron entre la niebla que se arremolinaba en las hendiduras del campo, con pasos cuidadosos y la linterna oxidada de Julián arrojando una luz temblorosa.

"Vamos con cuidado. No me gustan estos silencios," dijo él, ajustando la linterna.

"¿Y si es un animal salvaje?" preguntó Tamo. "Tal vez un perro salvaje. O... no sé, un oso pequeño."

"No hay osos en esta zona," murmuró Julián. "Y ningún perro que haya oído hace esos ruidos."

El bosque se apretaba a su alrededor. Las ramas colgaban como dedos alargados, goteando humedad. Era como si cada paso que daban los separara del mundo al que pertenecían.

"¿Vieron eso?" soltó Tamo de pronto, deteniéndose.

"¿Dónde?" preguntó Julián, alzando la linterna.

"Entre los árboles. Justo ahí." Señaló un punto donde la niebla parecía ondular, como si el aire temblara. Como si algo respirara sin ser visto.

La luz de la linterna barrió el lugar. Nada. Pero el silencio se volvió más... atento.

"No tiene forma... pero hay algo," susurró Mara.

"Sea lo que sea, no me gusta. Esto no es normal," dijo Tamo, dando un paso atrás.

"Sigamos un poco más. Bordearemos el cerco. No volveremos sin al menos saber qué es."

Lo dijeron para darse valor. Pero ya sabían que algo estaba mal. Lo sabían desde el primer instante, desde el primer paso hacia la bruma.

Al poco rato encontraron las manchas: oscuras, brillantes, espesas. Julián se agachó y tocó el suelo.

"¿Esto es... sangre?"

Las gotas se volvían más densas conforme avanzaban, mezcladas con huellas imposibles. No eran de hombre ni de bestia. Zarpas largas, desproporcionadas, como si algo hubiera escapado de su propia carne para existir solo en forma.

"¿Qué carajo...?" murmuró Julián, incorporándose.

"Será mejor que nos vayamos de una vez de aq—" comenzó a decir Mara, pero su voz se apagó.

Había tropezado con algo.

Un ciervo, aún fresco. Su costado abierto con precisión antinatural. No desgarrado: abierto. Órganos ausentes. Costillas dobladas hacia afuera, como si algo hubiera explotado desde dentro. Alrededor, otros cuerpos: un zorro sin ojos. Un perro con la mandíbula torcida. Un ave decapitada, cuyas alas aún temblaban, sin aire.

El silencio se tensó. Y entonces llegó.

Un zumbido.

No era sonido, no del todo. Era vibración. Como si el aire se quejara. Como si la atmósfera se volviera espesa, resentida, enferma.

"Esto no es carroña," susurró Tamo. "Esto... esto fue hecho con intención. Como si alguien estuviera... estudiando."

La linterna titiló.

Una vez.

Dos.

Y luego, se apagó.

La oscuridad los envolvió, excepto por un resplandor azulado, lejano, parpadeante, como si el bosque respirara luz que no le pertenecía.

"No corran," dijo Julián, aunque su voz temblaba.

Pero Tamo ya se había dado vuelta.

Y entonces, lo oyeron.

Una respiración profunda, falsa, como si imitara el acto de vivir. Como si el aire mismo aprendiera a fingirse humano.

Tamo se detuvo.

Y lo vio.

Una silueta negra entre los árboles. Alta. Demasiado. Ancha. Demasiado. Sin forma definida. Hecha de extremos que flotaban, de segmentos que palpitaban. Dos carbones azules se abrieron entre la sombra. Ojos, o algo que quería serlo.

"¡Aaaaahhhh!" gritó.

Pero su grito fue cortado.

Un relámpago de oscuridad se lanzó desde la sombra. Un apéndice sinuoso, negro como el aceite.

Y entonces, la boca.

Se abrió en la criatura como una herida sin fondo. Llena de dientes largos, curvos, que parecían cantar con la baba.

Un chasquido seco.

¡CRACK!

La cabeza de Tamo fue arrancada como un fruto podrido. El chorro de sangre caliente golpeó a Mara en la cara. Ella gritó. No como una persona. Como un animal al que le arrancan el mundo.

La cabeza cayó al suelo con un plop, rodó un par de metros y quedó con los ojos aún abiertos, una expresión congelada de terror absoluto.

El cuerpo, ya sin control, cayó de rodillas, temblando unos segundos antes de desplomarse boca abajo, convulsionando.

El silencio duró apenas unos segundos.

"¡CORRE, MARA!", gritó Julián, alzando el machete con ambas manos.

Ella vaciló. Dio un paso atrás, los ojos abiertos como platos, el corazón galopando. Entonces retrocedió a trompicones, sin dejar de mirar a Julián.

Él cargó con un rugido.

"¡CONCHETUMADRE!"

El machete descendió en un arco feroz.

No impactó nada.

La figura frente a él se deshizo en humo, como si nunca hubiese estado allí. El aire vibró. Julián se detuvo en seco, girando sobre sí mismo, buscando.

Nada.

"¿Dónde...?", murmuró.

Un zumbido comenzó a crecer. Bajo, agudo, como un enjambre sin cuerpo. Julián tambaleó. Soltó el machete. Se llevó la mano a la garganta y tosió.

Negro.

Escupió algo oscuro.

"Mara… ¿te duele…?"

Mara no respondió. Sus piernas temblaban. El zumbido se le metía por los dientes, por la médula. Observó impotente cómo Julián caía de rodillas, cómo su cuerpo empezaba a inclinarse hacia adelante.

La criatura volvió a aparecer.

Flotaba detrás de él, sin sonido, como si nunca se hubiera ido. O como si siempre hubiese estado allí.

La sombra se arqueó. Una garra se deslizó hacia la espalda de Julián y entró en él, sin desgarrar, sin herir.

Solo entró.

Julián se arqueó. Sus ojos se abrieron de golpe. Por un segundo, pareció ver algo. Comprender algo.

Y cayó.

Mara gritó, pero su voz apenas salió. Un sonido hueco, ahogado.

El Devorador se volvió hacia ella.

No caminó. No flotó. Solo estaba ahí.

Mara no pudo moverse.

El zumbido cesó de golpe. El silencio cayó, denso y absoluto. El aire olía a tierra húmeda y hierro.

Y entonces, el Devorador habló. Una sola palabra. Apenas un susurro:

"Humanos..."

Mara jadeó. Dio un paso atrás.

"¿Cómo… cómo estás aquí?", pensó, la garganta cerrada. "El Escudo… no sonó… Nadie avisó… ¿Cómo entraste?"

No hubo respuesta.

"¡¿Ya estaba dentro?! ¡¿Desde cuándo?!"

El Devorador no se movió. Solo la observaba.

Mara sintió frío en los huesos. No era solo miedo. Era la certeza de que algo había fallado. Que el enemigo ya no estaba fuera.

Estaba en casa.

Intentó moverse. Intentó correr.

Pero no pudo.

Un instante después, la criatura apareció frente a ella. Demasiado cerca.

Un segundo.

Eso fue todo.

Mara no gritó. No alcanzó a hacerlo. Su expresión quedó congelada. Su cuerpo colapsó sin ruido, como si el alma se hubiera apagado primero.

El Devorador se inclinó un poco, ladeando la cabeza como si observara a Mara con una mezcla de curiosidad y desdén. No parecía apurado. Movía sus extremidades con un ritmo frío, ajeno al pánico que destilaban los ojos de la chica.

"Los humanos... son débiles", murmuró con una voz áspera, hueca, como si viniera desde el fondo de una fosa olvidada. Una voz que no temblaba, que no dudaba.

Uno de sus zarcillos se estiró en el aire, flotando con elegancia macabra hasta rozarle la mejilla. Al contacto, la piel de Mara se erizó. El simple roce era helado, como si tocara la ausencia misma. Un estremecimiento la atravesó por completo.

Retrocedió arrastrándose, chapoteando entre hojas y fango, respirando con dificultad.

"Pero cuando despiertan... son un..."

El zarcillo se retiró lentamente, y el Devorador alzó una de sus garras espinosas. No lo hizo con prisa ni furia, sino como quien contempla algo interesante antes de destruirlo. Lo sostuvo en alto, estático, saboreando la anticipación.

"¡No! ¡No, no, no lo hagas!", gritó Mara. Su voz se quebró. Las manos se cerraron sobre su vientre como si con eso pudiera proteger lo poco que le quedaba. Como si eso fuera suficiente.

"Problema."

Entonces, la garra descendió.

El golpe fue directo, seco. La atravesó sin titubeo, como si su carne no fuera más que niebla. De lado a lado, limpiamente. El cuerpo de Mara se arqueó con violencia. La sangre salió a borbotones, espesa y oscura, salpicando la tierra. Quedó suspendida, empalada, temblando.

"Aaaaahhh...!" chilló, aunque su voz ya era apenas un jadeo gorgoteante.

"Silencio."

El brazo del Devorador giró con un chasquido atroz. Huesos rotos, carne desgarrada. El cuerpo de Mara se partió en dos, como si ya no tuviera alma que lo mantuviera unido. Las mitades cayeron al suelo, blandas, irreconocibles.

Y por fin, el bosque volvió a callar.

El Devorador se agachó un poco. Olfateó el aire, absorbiendo algo invisible. Como si saboreara la emoción que aún flotaba en el ambiente. El miedo. La resistencia. La última chispa de lo humano.

Y entonces, rió.

Una risa hueca, desprovista de todo lo que alguna vez fue vida. No era burla. Era locura. Era placer.

"JA... JAJAJA... JAJAJAJAJA..."

Sonaba como hierro oxidado crujiendo en la garganta de un abismo. Sin alegría. Sin alma.

Como si lo que acababa de hacer no hubiera sido un crimen, sino un acto inevitable. Una necesidad.

Las mitades del cuerpo de Mara yacían inertes, irreconocibles, bañadas por la luz trémula de la luna que apenas se atrevía a mirar.

El silencio regresó.

No como alivio.

Sino como una herida abierta que no dejaba de sangrar.

El Devorador se incorporó lentamente, aún con restos tibios resbalando por sus zarcillos.

Sus ojos vacíos se volvieron hacia el cielo.

No hacia las estrellas, sino hacia el Escudo.

Como si lo desafiara.

O peor aún… como si supiera algo que los humanos no.

Y entonces, desapareció entre las sombras del bosque, dejando atrás el eco de una risa que seguiría vibrando mucho después de que la sangre se secara.

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