El comedor olía a arroz recién hecho, a panecillos de yuzu recién horneados y a humo dulce de las brasas apagadas. Había algo reconfortante en ese olor. Algo que, aunque efímero, lograba quitarle filo a las preocupaciones.
—¡Shizukaaaa~! —La voz de Edu rebotó en las vigas de madera como un canto travieso de pájaro.
Me giré justo a tiempo para verlo entrar descalzo, con el cabello aún mojado, unas gotas cayéndole por el cuello y ese brillo descarado en los ojos que solo él podía sostener tan temprano en la mañana.
—¿No es muy temprano para tus tonterías? —dije, sin poder evitar que mis labios se curvaran apenas.
—¿Tonterías? ¡Qué cruel! —Colocó una mano en el pecho como si lo hubiese herido—. Justo yo, que me he despertado pensando en ti.
—¿En serio? —preguntó Azumi desde el fogón sin levantar la vista—. Porque anoche dijiste lo mismo… pero con mi nombre.
—¡Calumnia! —Edu sonrió como un zorro—. A ti te soñé. A Shizuka la pensé. Que no es lo mismo.
Solté el cuchillo de cocina y lo apunté con él. Nada amenazante. Sólo como una advertencia simbólica.
—Un día voy a cortarte la lengua.
—¿Y perderme tus regaños tiernos? Jamás.
Se sentó en su sitio habitual, al lado de Kenji, que ya venía con el cabello alborotado y los ojos medio cerrados. Zuzu, como siempre, lo siguió con pasos sigilosos y saltó directamente sobre su regazo, obligándolo a gruñir de sorpresa.
—¡Zuzu, no otra vez! —Kenji protestó—. ¡Mi desayuno, no!
Zuzu lo ignoró. Como siempre. Se acomodó y le dio la espalda, erguida como una reina.
—Parece que solo acepta servirle a un Hoshino —dije, colocando los platos en la mesa.
—Y claramente no es a ti —añadió Azumi, riéndose.
Edu guiñó un ojo y se inclinó hacia mí.
—No te preocupes, Shizu. Siempre puedes sentarte en mi regazo. Yo no protesto.
—Ni lo sueñes.
—Muy tarde. Ya lo hice. Varias veces, de hecho.
Tomé la jarra de té y fingí querer tirársela en la cabeza, pero él solo rió y se agachó teatralmente.
—¡Cuidado! ¡Violencia de sirvienta en curso!
Kenji, aún medio dormido, soltó una carcajada. La señora Sakura entró justo en ese instante con una cesta de frutas y suspiró, divertida.
—¿Qué están haciendo ahora?
—Shizuka intentando matarme con té —dijo Edu, alzando las manos como si estuviera indefenso.
—Entonces debe ser martes —replicó la señora Sakura sin perder el paso.
El señor Ibuki llegó segundos después, más silencioso, con un libro bajo el brazo. Le dio una palmadita en la cabeza a Hinata —que apenas acababa de entrar, despeinada y abrazando su almohada—, y se sentó.
Hinata estaba más callada que de costumbre. No parecía triste, pero algo en su forma de moverse, en cómo se abrazaba a la almohada incluso después de sentarse, delataba que no había dormido bien. O que había soñado algo que no quería contar.
—¿Estás bien, pequeña? —le preguntó la señora Sakura mientras le acomodaba el cabello.
Hinata asintió lentamente, sin mirar a nadie directamente. A veces alzaba los ojos y se detenía justo antes de cruzar miradas con Edu. Como si temiera ver algo que su sueño le mostró.
Durante el desayuno, Azumi servía mientras Edu comentaba todo lo que soñó la noche anterior. Lo hacía con tanta energía que era imposible saber si de verdad lo había soñado o lo estaba inventando al momento. Mezclaba dragones invisibles, carreras por el techo de la casa y duelos de cuchara con un monstruo de mantequilla.
—¿Y ganaste? —preguntó Hinata, aún frotándose un ojo.
—Obviamente. ¿Quién puede vencerme en combate culinario?
—La mantequilla, si no calientas la sartén —dije, sin mirarlo.
Edu soltó una carcajada y alzó su taza en señal de rendición.
—No se puede pelear contra la lógica de Shizuka.
Durante ese rato, noté que algo dentro de mí se aflojaba. No del todo. Pero sí lo suficiente. Como si mi cuerpo recordara que, antes de ser espadas y pasados dolorosos, también era risas, rutina y ese calor que solo esta familia podía brindarme.
Edu me miró varias veces. No con esa mirada que me había inquietado la tarde anterior. Sino con esa otra… la de siempre. La del niño que quiere que lo sigan viendo como travieso, no como amenaza.
—¿Entrenamos después del desayuno? —preguntó él, ya terminando su tercer bol de arroz.
—Claro —dije—. Pero esta vez no vas a usar la velocidad de ayer. Vamos a centrarnos en precisión.
—¡Sí, capitana! —saludó, poniéndose de pie.
Zuzu lo miró desde el umbral de la ventana. Él le guiñó un ojo.
—Tú también vienes. Hoy quiero probar cómo me muevo con una gata lanzada al aire.
Zuzu silbó. Literalmente. Un sonido agudo y molesto que sólo ella podía hacer. Le saltó al pecho, y él la atrapó entre risas.
—¡Ataque preventivo! ¡Auxilio!
Me encontré riendo también. Una risa que no era forzada. No era defensa. Era natural.
Y entendí que, al menos por ahora, podía permitirme soltar el filo un momento.
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Los entrenamientos con Edu siempre eran impredecibles. No por su fuerza, ni siquiera por su inteligencia táctica —que la tenía—, sino por esa extraña mezcla de desobediencia encantadora y mañas improvisadas que convertían cada combate en una obra de teatro.
—Cinco repeticiones sin usar el refuerzo de piernas —le advertí, plantada firme en el centro del patio trasero.
Las nubes se deslizaban lentas sobre el cielo, como si incluso el día quisiera avanzar con precaución. La brisa sacudía los árboles más allá del muro de piedra, donde los campos de entrenamiento estaban marcados con señales de madera y círculos trazados con cal. El aroma a rocío aún flotaba sobre la hierba, mezclado con el dulzor de los árboles de ciruela.
—¿Y si lo hago sin ojos? —preguntó Edu, con una cinta negra en la mano que seguramente había robado de alguna túnica vieja.
—Te romperás la nariz con el primer giro.
—Eso suena como un quizá. A mí me gustan los desafíos con estilo.
—Edu…
—¡Está bien! Está bien. Cinco repeticiones. Sin truco. Sin cinta. Sin magia. Sin... tentarme con tu ceño fruncido.
Me crucé de brazos. Él dio un paso atrás, se concentró —o al menos fingió que lo hacía— y comenzó. Su primer movimiento fue suave, limpio. Una estocada recta con la espada de madera que le había entregado. Siguió con un giro de muñeca que desvié ligeramente el filo y lo convirtió en un corte descendente. Básico, pero preciso.
La segunda repetición fue más rápida. La tercera, aún más. Y entonces...
—¡Zuzu! ¡No ahora! —Edu dio un salto hacia atrás cuando la felina, sin aviso, se lanzó contra su pierna como si fuera un saco de boxeo con cola.
Zuzu rodó por el pasto y se sacudió con altivez, completamente indiferente a su interrupción. Edu la señaló con la espada de madera.
—¡Eso fue sabotaje! ¡Me estabas observando desde el muro, bestia peluda!
—Zuzu está aburrida —dije, conteniendo la risa—. Tal vez quiere que tú también pierdas.
—¡No voy a perder contra una criatura que ronronea!
Edu se lanzó otra vez a la secuencia, esta vez más decidido. Su forma era limpia, ligera. Pero sus movimientos tenían algo distinto. No solo más velocidad. Más peso. Como si cada golpe saliera de una emoción contenida. No era ira, no exactamente. Era... urgencia.
Me acerqué lentamente, analizando la trayectoria de su cadera, la tensión en su brazo dominante, la forma en que giraba el tobillo derecho antes de una estocada en diagonal. Él estaba creciendo. Muy rápido. Más de lo que debería.
Cuando terminó, jadeaba ligeramente. Se giró hacia mí, sonriente, con ese destello travieso en los ojos.
—¿Qué tal? Admítelo, fue perfecto.
—Mejor que ayer. Pero sigues bajando el brazo izquierdo medio segundo antes del impacto.
—¡Tú también lo harías si te atacaran desde los arbustos todos los días!
—Eso se llama entrenamiento en reacción.
—¡Se llama trauma de felino!
Zuzu se había enroscado sobre una piedra, observando desde una posición elevada. Su cola se movía con ritmo felino... como si realmente midiera el tiempo entre las defensas de Edu.
Me acerqué más y puse una mano sobre su hombro.
—Ahora, con los ojos cerrados. Siente el peso. No ataques por instinto. Controla el centro de gravedad desde el abdomen, no desde la emoción.
Edu parpadeó. Asintió.
—¿Sabes que suenas como mi mamá cuando me da consejos para cocinar arroz?
—Eso es porque a veces los consejos de vida vienen con arroz.
—Me gusta tu filosofía, Shizu.
Ese apodo. No me molestaba. En él no sonaba irrespetuoso. Era como si, al acortar mi nombre, él buscara hacer más cercana mi armadura. Acercarse sin pedir permiso, pero sin invadir.
Durante unos segundos, entrenó en silencio. Concentrado.
Y en ese silencio, lo observé con otros ojos.
No era solo fuerza lo que crecía en él.
Era algo más.
Un tipo de voluntad que, si no era guiada, podría torcerse.
Lo sabía.
Lo había visto antes.
Lo había sido antes.
Y sin embargo... cuando volvió a mirarme y sonrió, volví a ver al niño de siempre.
Aunque solo por un instante.