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Chapter 8 - 5: INSATISFACCIÓN

En las profundidades del castillo del príncipe Kaladin

Año 860 de la Era Vampírica

Amar. Cuidar. Fidelidad. Todos, sin excepción, son conceptos imposibles de concebir para un sangre oscura.

 

Kaladin se escabulló hacia las catacumbas.

Se deslizó, con prisa, escalera abajo. La oscuridad, como una vieja amiga, lo recibió cuando puso un pie en la húmeda cripta familiar del castillo. Zigzagueó entre los angostos y largos corredores; tenía cierta ansiedad en su rostro, igual que si estuviera sediento. Aunque esta sed había endurecido sus músculos y tensado más que solo sus nervios. Sus pasos eran suaves y se entremezclaban con el humo negro que pululaba en los escombros y en cada esquina.

Y el aire espeso, como fantasmas, se enredaba a sus piernas y brazos y tiraba de su ropa.

El príncipe, sin embargo, solo apuró su caminar hasta que entró en una cámara descrita por huesos y raíces marchitas. Tumbas abiertas y vasijas vacías. Un hedor dulzón y metálico saltó de inmediato y, detrás del vampiro, una puerta pesada se cerró con lentitud.

El lugar olía a sangre fresca.

Un silencio, y luego una voz.

—Has venido.

Kaladin desvió su mirada hacia su derecha, al hombre que estaba allí. De rodillas, cabeza agacha, el torso desnudo marcado por cicatrices que el príncipe reconocía como líneas de un mapa íntimo. Más abajo, en el suelo de piedra resquebrajada, un cuerpo joven yacía vaciado y mutilado.

—Cazar no está permitido, Orión. Las villas existen por una razón.

Él sonrió con los labios teñidos de rojo.

—Mi señor —susurró de manera erótica—. No he podido evitarlo… me ha tenido tan abandonado estos días.

Kaladin caminó hasta él, los ojos como acero ardiente. Lo alzó del mentón, forzando a que lo mirara. Su piel estaba fría. Siempre fría como el hielo que cubría su corazón maldito. Y eso era parte del encanto.

—Tiemblas —dijo, deslizando los dedos por el cuello del otro vampiro—. ¿Es por mí o por la sangre que acabas de robar?

—Por ambos —murmuró Orión, con una mezcla de devoción y hambre.

Kaladin se inclinó. Sus colmillos rozaron la clavícula expuesta de Orión, arrancándole un suspiro. Sin piedad, lo empujó contra la pared detrás suyo, con una rudeza que solo existía entre ellos. La pasión no era suave; era un acto violento de posesión. De necesidad.

Orión gimió dejándose tocar. Encajando las uñas lupinas en los antebrazos de Kaladin. El príncipe lo alzó con facilidad, devorándolo con los labios. Mordiendo. Desgarrando. Con el poder que se arrastra desde siglos de hambre acumulada.

Eran más o menos de la misma altura, pero el príncipe un poco por encima de la media, y su ropaje ocultaba su cuerpo esculpido por la misma eternidad, que no era tan delgado como el de Orión. No importaba lo mucho que intentara entrenar, su musculatura no se fortalecía igual que la de un vampiro de acero.

Aun contra la acerada pared, Orión sintió la figura del príncipe, amansando sus partes restringidas por la no muerte, tentándolas a despertar. Una extraña sensación se acumuló justo en su bajo vientre y serpenteó hasta la ingle. Y ese cosquilleo le recordó la primera vez que probó la sangre tras su conversión. Kaladin continuó empujándolo mientras sus manos jugueteaban en la entrepierna.

Entonces, en un momento cuerdo, Orión soltó:

—¿Me deseabas también?

—Cierra la boca y abre más las piernas.

El vampiro, sin ningún tipo de objeción, obedeció.

La pared comenzó a romperse detrás suyo, y las vetas se extendieron y un sonido profundo llenó la cámara ceñida por la oscuridad. Kaladin no se detuvo, incluso si todo se venía abajo, él continuó con más fuerza. Más lujuria.

A Orión se le escapó una exclamación, una blasfemia ahogada en el instante en que el príncipe metió una mano en su pantalón, que a ese punto ya estaba demasiado apretado. El contacto avivó una llama imposible para un sangre oscura; encendió cada uno de sus sentidos inhumanos y tiró de lo más profundo de su ser un instinto primigenio. Un calor gélido quemó su sangre contaminada, erizó su piel y endureció los huesos.

Kaladin ladeó la cabeza y sus labios se encontraron con los de él.

El beso fue duro, exigente y frío. Muy frío.

La pared, que se había agrietado hasta sus cimientos, se desmoronó al fin y los vampiros cayeron, uno encima del otro, sobre una cama de osamentas antiguas. El ruido provocó un eco aterrador que recorrió las catacumbas. Pero ninguno dejó de acariciarse. De besarse.

Las garras de Orión rasgaban las vestiduras del príncipe y traspasaban la piel, que ya no parecía tan dura como el acero, sino blanda como si se estuviera derritiendo poco a poco. La mano de Kaladin, todavía dentro del pantalón del otro vampiro, forcejeó lo que tenía entre sus dedos. Y luego, viciados por un éxtasis frenético, un líquido extrañamente cálido manchó los pantalones de Orión.

El vampiro largó un quejido que pareció doloroso. Excitante a oídos del príncipe.

Pero, de pronto, Kaladin se quedó paralizado.

Algo rompió su hambre. Tenía lo que quería en una mano, solo debía tomarlo, sin embargo…

El cuerpo rendido de Orión seguía temblando en sus brazos hasta que también se apagó cuando Kaladin se apartó de él, furioso. Su mano empapada, exudada, quedó tiesa a un lado de su cuerpo.

Orión se enderezó.

—¿Mi señor?

Kaladin lo miró a los ojos, que eran blancos y vacíos. Y entretanto lo veía, en su mente se formó otro rostro. Ojos de tormenta, un cabello rojo como la sangre.

Rune.

El nombre le atravesó el pecho y se clavó de lleno en su corazón de hielo.

—Esto…, todo esto —balbuceó, la voz áspera—. Olvídalo, Orión. Ya no puedo.

—¿Es por él? —reclamó, jadeante.

Kaladin alzó una mano, la que ahora estaba petrificada a causa del necrosemen de Orión, y la observó con detenimiento. Había visto ese efecto un montón de veces, aun así, sentirlo sobre su piel se le antojó impropio. Un error.

—Kaladin… —intentó mediar Orión, sintiendo el asco del príncipe.

—No puedo —repitió Kaladin antes de apretar su puño hasta quebrar la capa blanquecina que había endurecido su mano.

A su vez, algo también se rompió en Orión después de ver la mirada absolutoria de su príncipe; de ver su desprecio. Y, allí donde se encontraba, despojado de toda dignidad, miró a Kaladin alejarse. Un sangre oscura confundido. Un demonio insatisfecho. La oscuridad tragó sus pasos de nuevo. 

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