El silencio que siguió a la partida de Yusuri y sus sombras era más ensordecedor que el griterío de la masacre. George Krusky, arrodillado en el pasillo salpicado de sangre, no podía creer lo que sus ojos y oídos habían presenciado. Las palabras de Yusuri, esa retorcida poesía de la crueldad, resonaban en su mente, pero el dolor y el horror eran demasiado grandes para asimilarlas.
Una furia ardiente, tan pura y cruda como nunca antes había sentido, comenzó a gestarse en lo profundo de su pecho. No era una furia infantil, sino el rugido primario de una bestia herida. Levantó la vista hacia la oscuridad por donde se habían desvanecido los verdugos, sus puños temblaban.
—¡Los mataré! —gritó George, su voz ronca y desgarrada, un sonido diminuto en la vastedad de la mansión—. ¡Juro que los mataré a todos! ¡Con mis propias manos! ¡Me vengaré!
A lo lejos, el eco de una risa fría y despectiva llegó hasta él, arrastrada por el viento de la noche. Era la risa de Yusuri, un sonido que prometía que tal día nunca llegaría.
—Ese día, muchacho —la voz de Yusuri, aunque ya distante, pareció flotar en el aire, fría como el hielo—, llegará cuando veas dragones volar por los cielos.
Y entonces, el silencio regresó, completo y aplastante.
George, con las piernas temblorosas, se puso de pie. Caminó lentamente por los pasillos que una vez fueron su hogar, ahora transformados en un matadero. Cada paso era un esfuerzo, cada respiración una punzada de dolor en el pecho. La mansión, antes vibrante de vida y risas, era ahora un mausoleo de su familia.
Sus pies lo llevaron primero al tercer piso, a su propia suite. La puerta estaba abierta. Entró, y la vista lo golpeó como un mazazo. Allí, entre consolas de videojuegos rotas y pósteres rasgados, yacían sus amigos, los que habían pasado la noche jugando y riendo. Sus rostros estaban congelados en expresiones de horror y sorpresa, sus cuerpos inertes en posiciones grotescas. La sangre manchaba la alfombra, oscura y pegajosa. Louis y Anne, sus hermanos menores, no tuvieron el privilegio de morir en sus camas. Sus cuerpos estaban tendidos en el suelo, pálidos, con los ojos vidriosos fijos en un punto en el techo, como si todavía vieran el horror que los había alcanzado.
George se desplomó de rodillas, el aire escapando de sus pulmones en un sollozo seco y desgarrador. No podía llorar, no podía gritar. El horror era demasiado vasto, demasiado abrumador. Sentía como si su alma hubiera sido arrancada de su cuerpo, dejando solo un cascarón vacío y tembloroso.
Luego, el instinto lo llevó de regreso al pasillo principal. Y allí, lo vio.
El cuerpo de su padre, Elton Krusky, estaba tendido en el suelo, la sangre formando un charco oscuro y nauseabundo alrededor de su cuello. Su cuello. No había cabeza. George siguió la trayectoria de su mirada, y el aliento se le atascó en la garganta.
Sobre la mesa de café, la misma mesa donde su padre solía leer el periódico y que ahora estaba limpia de cualquier objeto, se encontraba la cabeza de Elton Krusky. Sus ojos vidriosos miraban al frente, en una expresión de sorpresa congelada. Había sido colocada allí, no lanzada. Una declaración, un mensaje. Una muestra de la crueldad metódica de Yusuri.
George cayó de rodillas de nuevo, esta vez sin fuerzas para sostenerse. Su visión se volvió borrosa por las lágrimas que finalmente lograron brotar, un torrente incontrolable que corría por su rostro. Tenía solo dieciocho años. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Cómo podía alguien, un muchacho como él, enfrentarse a tal oscuridad? El mundo había sido destrozado en un instante.
Se arrastró por el pasillo, dejando un rastro húmedo en la alfombra, su cuerpo temblaba sin control. Se levantó y empezó a caminar sin rumbo fijo, como un autómata, sus pasos lentos y arrastrados, la imagen de la cabeza de su padre y los cuerpos de sus hermanos grabada a fuego en su mente. Lágrimas gruesas caían por su rostro, cada una una gota de dolor puro.
—¡Ayúdenme, por favor! —suplicó George, su voz apenas un murmullo roto por el llanto, sus ojos alzados hacia un cielo que parecía indiferente—. ¡Alguien, por favor, ayúdeme!
De vuelta en la majestuosa mansión Valmorth, Yusuri entró en el estudio de Laila. La Matriarca estaba sentada en su sillón de respaldo alto, sus ojos carmesí fijos en la oscuridad más allá de la ventana, esperando. La ausencia de preguntas por parte de Laila era su propia forma de exigir la confirmación.
—Mi señora —dijo Yusuri, su voz tranquila y respetuosa—. La misión está completada. Elton Krusky y sus dos hijos menores han sido eliminados. El mayor, George, ha sido dejado para que recuerde el precio de la insolencia de su padre.
Laila no se movió, pero un sutil asentimiento recorrió su figura. La satisfacción era palpable en el aire.
—Y su recompensa, mi señora —continuó Yusuri, y de una bolsa de cuero que llevaba al hombro, sacó dos objetos envueltos en tela. Con un movimiento pulcro, los desenvolvió, revelando las cabezas de los dos hijos menores de Elton, Louis y Anne. Sus rostros jóvenes, aunque pálidos y sin vida, aún conservaban la inocencia de la niñez, ahora corrompida por la muerte violenta. Las cabezas no mostraban signos de putrefacción, lo que las convertía en "regalos" aterradores.
Laila se permitió una leve sonrisa, una expresión rara y fría que apenas tocaba sus labios. Asintió, el regalo de la crueldad satisfecho.
—Bien hecho, Yusuri —dijo Laila, su voz con un matiz de aprobación helada—. Que sus miserables restos sirvan de lección eterna.
Yusuri se retiró del estudio con la misma eficiencia silenciosa con la que había llegado. Su siguiente destino era la celda más profunda de la mansión, un lugar de tormento y confinamiento.
Abajo, en la oscuridad húmeda de la mazmorra, Alistair estaba encadenado, su cuerpo una sombra patética. Sus ojos, arrancados por Yusuri, eran cuencas vacías, y su lengua, que él mismo se había mordido, había sanado lo suficiente como para ser una protuberancia silenciosa, incapaz de formar palabras. La regeneración Valmorth había sido una bendición y una maldición, manteniendo su cuerpo vivo pero atrapado en un horror sin fin. El aire olía a moho, sangre seca y la desesperación de un hombre quebrado.
Yusuri entró, el sonido de sus pasos resonando en la piedra. Se sentó en un taburete cercano, observando la figura atormentada.
—Alistair —dijo Yusuri, su voz sin emoción—. La pequeña Hitomi se ha escapado. La Matriarca está muy molesta. Y yo... yo no entiendo por qué la dejaste ir.
Alistair, al escuchar su nombre y el de Hitomi, movió su cabeza, su boca desfigurada se contrajo. Un sonido gutural y ahogado escapó de su garganta, una risa. Una risa seca, sin alegría, que sonaba como el rasguño de piedras. Era una risa que venía de lo más profundo de la locura, una burla al destino que lo había alcanzado.
Yusuri inclinó la cabeza, observando la risa silenciosa y atormentada.
—¿Te ríes, viejo loco? —preguntó Yusuri, su voz un susurro de desprecio—. ¿Te parece gracioso? ¿Es esto el resultado de tu "lealtad"? ¿Por qué, Alistair? ¿Por qué la dejaste ir? Yo... yo te respetaba. Eras fuerte. Eras leal. ¿Por qué acabaste así?
La risa de Alistair se intensificó, aunque seguía siendo silenciosa, solo una serie de convulsiones dolorosas en su cuerpo. Era una risa que no respondía a la pregunta, sino que se burlaba de la misma idea de la razón, de la cordura. Era la risa de alguien que había cruzado el umbral, que había encontrado una extraña liberación en la locura más profunda.
Yusuri se puso de pie, su rostro impasible. La risa de Alistair era una burla sin sentido.
—Conque ya entraste en la locura, viejo loco —dijo Yusuri, el tono de su voz revelaba una mezcla de desdén y una ligera decepción. Su respeto había sido una fachada. —Ya pronto vas a morir. Y nadie te recordará.
Yusuri comenzó a tararear, una melodía infantil pero siniestra, una canción de cuna distorsionada. Las palabras emergieron lentamente, un susurro macabro que resonó en la oscuridad de la celda, una burla final a la locura de Alistair y al destino de los inocentes.
Duérmete, niño, duérmete ya,
Que la sombra de Laila te acecha sin piedad.
Bajo la luna, tu sueño se irá,
Mientras el frío la cuna mecerá.
No habrá mañanas,
ni el sol en el cielo,
Solo el silencio de tu propio anhelo.
La dulce voz que te solía arrullar,
Ahora en tus sueños te viene a cazar.
Tus ojitos que miraban la luz,
Pronto serán cuencas, sin vida ni cruz.
Tus manitas que ansiaban el pan,
Serán raíces de un oscuro plan.
El viento susurra un lamento fatal,
Por las almas que no volverán jamás.
En este reino de eterna penumbra,
El eco de risas ya no se vislumbra.
Así que cierra tus párpados ya,
Que el sueño eterno te viene a buscar.
No pidas ayuda, no hay quién te escuche,
Solo la muerte te espera en tu estuche.
Yusuri se dio la vuelta, dejando a Alistair solo con su risa ahogada y la canción de cuna de la muerte. La sombra de la Matriarca se cernía sobre todo, un manto de crueldad que no perdonaba ni la vida ni la muerte.