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Chapter 7 - Capítulo 6.2 - El Canto Perdido de los Dragones Blancos: Cuando el Multiverso aún Sabía Cantar (Fragmento de una leyenda olvidada, origen desconocido)

"Érase una vez… cuando el multiverso aún estaba joven, y las estrellas sabían cantar"

En aquellos tiempos primordiales (antes de los dioses, y de los nombres conocidos), existió una raza tan antigua que incluso el tiempo parecía doblegarse ante ella, y se les conocía como: Los Dragones Blancos.

Estas no eran simples bestias ni criaturas nacidas de mitologías locales.

Eran colosos vivientes, forjados de energía pura y huesos de eternidad. Con un solo aliento, calcinaron mundos. Con un rugido, sacudieron los planos. Y con el batir de sus alas, arrasaron constelaciones enteras. Cada uno de ellos era una fortaleza consciente, un milagro en movimiento, nacido en el alba misma del multiverso.

Y lo que los hacía únicos (y también su perdición), era una energía que ardía en lo profundo de su carne. Una llama viva que danzaba en sus células, como si recordara el primer amanecer de la creación.

Esta energía, versátil y mutable, no solo les confería una fuerza física descomunal, sino también una inteligencia despierta, habilidades psiónicas ilimitadas y una longevidad que rozaba la eternidad. Por eso, no eran meros portadores de fuerza bruta: eran guardianes dimensionales, faros de equilibrio, y vestigios de un orden que jamás debió romperse. Pero incluso las leyendas proyectan sombras, y donde hay luz, siempre habrá ojos que la codicien.

Así llegaron los hambrientos: civilizaciones olvidadas, imperios devorados por su propia sed de poder, y entidades sin rostro ni nombre. Todos vinieron por la misma llama sagrada, creyendo que el fuego de los dragones era la clave para reescribir las leyes del universo.

Entonces, estalló una guerra como ninguna otra. No fue una guerra entre ejércitos ni de reinos. Fue una guerra de esencias, una lucha por el alma misma del multiverso. Los Dragones Blancos, aunque nobles y pacíficos por naturaleza, combatieron con la furia de los condenados.

Se alzaron en múltiples frentes, cruzaron planos que hoy yacen en ruinas, y enfrentaron la avaricia con todo lo que eran.

Vencieron, sí... Pero a un precio incalculable. Porque uno por uno fueron cayendo, y no por debilidad, sino por el peso de haberlo dado todo. Cada victoria traía consigo el eco de una extinción; cada batalla dejaba menos alas en el firmamento.

Y cuando la última llama de la guerra se apagó, los pocos sobrevivientes se ocultaron en los rincones más oscuros y olvidados de la existencia, allí donde ni siquiera el tiempo se atrevía a mirar. Se fundieron con las sombras, con el polvo entre dimensiones… y desaparecieron.

Con el paso de los eones, sus nombres fueron borrados de los códices, sus voces dejaron de resonar en los ecos astrales, y su historia, poco a poco, se convirtió en cenizas. Lo único que quedó de ellos, fue una leyenda susurrada por las estrellas más antiguas: que alguna vez, en la vasta eternidad, existieron dioses con forma de dragón… cuyos corazones brillaban con la misma luz que dio origen a toda la creación.

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