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Chapter 10 - Capítulo 9 - La Forma Humana de la Dragona Blanca

Poco a poco, la luz fue disminuyendo en intensidad. Donde antes cubría por completo a una criatura colosal, ahora envolvía a una figura mucho más pequeña, etérea y contenida. El resplandor, (blanco con un matiz celeste), seguía danzando alrededor del nuevo cuerpo, como si terminara de esculpirlo con la precisión de una mano invisible.

Yao, la Ancestral, observó con atención.

Su mirada entrenada captó dos protuberancias curvas que surgían de la cabeza de la figura. Aunque aún no podía verlas con claridad, una corazonada le dijo lo que eran… y decidió guardar silencio. A veces, lo que se revela por sí mismo vale más que mil afirmaciones prematuras.

Finalmente, la luz se disipó por completo, revelando a la nueva entidad: una mujer. Desnuda, sí, pero sin mostrar vulgaridad alguna. Su mera presencia inspiraba reverencia, como si la naturaleza misma hubiera detenido el aliento para no interrumpir aquel instante sagrado.

Su piel era de un tono pálido y casi translúcido, adornada por diminutos destellos azulados que la hacían parecer esculpida en hielo estelar.

Los hombros eran delicados pero firmes, y los brazos (aunque delgados) sugerían una fuerza latente, como la de un depredador oculto bajo una apariencia frágil. Su espalda, ligeramente arqueada, estaba recorrida por trazos sutiles de escarcha natural que seguían un patrón armonioso, como si las corrientes de energía hubieran dejado huella sobre su anatomía.

La melena era larga y plateada, cayendo como una cascada helada hasta la parte baja de la espalda. El cabello parecía absorber la luz ambiental y devolverla en reflejos fríos, como si cada hebra contuviera un fragmento de aurora polar. En su rostro, los ojos capturaban toda la atención: almendrados, de un ámbar ardiente que contrastaba violentamente con el resto de su aspecto glacial. No eran ojos humanos. Eran ojos antiguos, llenos de un poder que precedía a las civilizaciones.

Ojos que parecían verlo todo, incluso aquello que uno aún no era.

Las orejas eran puntiagudas, sutilmente alargadas hacia atrás, dándole un aire de criatura feérica o ancestral, más allá de la humanidad. Y desde la frente, curvándose hacia atrás y ligeramente hacia los lados, emergían dos cuernos negros de textura pétrea y elegancia sombría. No eran grotescos, sino perfectamente proporcionados a la simetría de su cabeza.

Eran una corona salvaje.

El torso era delgado, de curvas sutiles y el abdomen marcado con la misma suavidad que una estatua pulida por el viento durante siglos. Las piernas, largas y firmes, parecían talladas para sostener tanto una marcha solemne como un despegue instantáneo. Y aunque no llevaba ropa, la energía que aún danzaba en el aire a su alrededor actuaba como una armadura invisible, generando una sensación de recato natural.

En conjunto, la figura que había reemplazado a la dragona no parecía menos majestuosa ni menos peligrosa, solo distinta. Había cambiado de escala, no de esencia, era una diosa helada recién llegada al mundo de los hombres aún sin palabras, aún sin nombre… pero ya inolvidable.

No muy lejos, Yao, aún con las manos cruzadas en la espalda, contempló la figura humanoide de la Dragona y asintió unas cuantas veces en señal de aceptación. Reconocía sin dificultad la majestad de lo que tenía ante sí. Había belleza, sí… una belleza que no era ni humana ni artificial, sino algo primigenio y total. Pero como la Ancestral que era, no se dejó seducir por su apariencia. La contempló con neutralidad serena y dio un paso adelante.

La Dragona no le quitó la mirada. Sus ojos de ámbar intenso la seguían con la calma de un ser que no necesitaba temer ni demostrar nada. Yao se detuvo frente a ella, la rodeó lentamente en un círculo pausado, como si inspeccionara una escultura viva que aún no había revelado todos sus secretos. Su andar era silencioso, y sus ojos sabios iban recorriendo cada detalle.

Lo que más le llamó la atención no fue la forma, sino la energía. Aquella energía blanca que envolvía a la criatura parecía danzar obedeciendo su voluntad. No había señales de esfuerzo, ni de gasto, ni de reciprocidad. Aquello desafiaba incluso los principios más básicos del flujo mágico que Yao conocía. "Interesante…", murmuró apenas para sí misma.

No era magia robada ni poder prestado. Tampoco provenía de artefactos, ni de pactos. Era algo más orgánico, más fundamental, como si aquella energía no solo la obedeciera, sino que fuera parte de su carne, de sus huesos, de su sangre misma. No un recurso... sino una extensión natural de su existencia.

Yao comprendió, con suerte, la mitad de lo que veía, el resto era un misterio, uno profundo y provocador.

Al completar la vuelta y colocarse de nuevo frente a la criatura, notó que la energía residual a su alrededor se había disipado del todo. La figura femenina quedó completamente visible, como una estatua viviente expuesta a la intemperie de los sentidos. Y entonces, con la gracia sutil que solo alguien de su edad y sabiduría podía tener, Yao levantó ligeramente la mano derecha y chasqueó los dedos.

En el aire, como si se tejiera desde hilos invisibles de intención, apareció un vestido. Estaba bien doblado, suspendido en una estructura de magia que lo mantenía sin arrugas, flotando como una ofrenda. Era un diseño similar clásico que evocaba las antiguas noches de celebración en las cortes imperiales: ajustado al torso, con un sutil drapeado en la cintura, sin mangas, de hombros descubiertos y espalda al aire.

El vestido fluía hacia abajo con una caída natural, abriéndose en una leve raja lateral que permitiría libertad de movimiento sin perder elegancia. Su color era delicado: un blanco nacarado con reflejos celestes, casi indistinguible del tono de piel de la dragona.

No era para cubrir, sino para complementar su naturaleza. Una segunda piel, sutil y simbólica, que la anclaba (por ahora), al lenguaje visual del mundo humano. Yao lo sostuvo entre sus manos con respeto, como si entregara una espada ceremonial a una reina en el día de su ascenso.

"Esto es un vestido. Con tu cuerpo actual, es necesario si vas a permanecer en presencia de humanos... Póntelo"

La Dragona no respondió, pero su expresión cambió apenas. No hubo molestia ni desconcierto, solo una leve comprensión práctica. Aceptó el vestido no como un regalo ni como un símbolo, sino como un paso necesario. Como quien asimila con naturalidad una nueva norma de un mundo al que apenas comienza a asomarse.

La Dragona bajó lentamente la mirada hacia su brazo derecho, tan pequeño y frágil en apariencia comparado con la magnificencia de su forma anterior. Lo giró un poco, como quien observa por primera vez una extensión ajena, y luego sostuvo el vestido con ambas manos. Lo contempló en silencio durante unos segundos.

Luego, su voz surgió como un susurro arrastrado por la brisa helada que aún danzaba a su alrededor:

"Vestido... Humanos..." Sus palabras parecieron flotar entre los copos de escarcha que aún no habían tocado el suelo. Yao apenas la oyó, pero fue suficiente para ella, entonces, entrecerró los ojos ligeramente y una sutil sonrisa apareció al verla, apenas una leve curva en sus labios.

A través de su experiencia (más allá del tiempo, del espacio y de lo humano), comprendió de inmediato lo que estaba viendo. Esa criatura, esa entidad resucitada de forma perfecta y blanca, era en muchos sentidos como un recién nacido. Observaba, tocaba, asociaba conceptos nuevos con gestos antiguos, pero al mismo tiempo percibía en su aura una antigüedad profunda. Una vida que, probablemente, superaba incluso la suya.

Sin embargo, la contradicción no la perturbó. Había conocido a asgardianos con más de mil años que se comportaban como adolescentes inmortales.

En seres longevos, el desarrollo no siempre seguía un patrón lineal.

Mientras Yao reflexionaba, la Dragona examinaba el vestido, y confundida, alzó la vista hacia ella. No sabía cómo ponérselo; no tenía memoria ni instinto para tal cosa. En su forma anterior no había necesidad de prendas, ya que su cuerpo era su armadura, su identidad y su forma de existencia.

Y Yao lo comprendió de inmediato.

Avanzó hacia ella con la calma que la caracterizaba, como si cada paso fuera parte de una danza ancestral.

Su voz fue suave, casi didáctica, sin perder su dignidad: "Esto va por la parte superior del cuerpo", dijo, tomando el vestido con una mano y levantándolo apenas.

"Aquí están las aberturas para los brazos. Primero el derecho"

Se acercó sin invadir, guiando con la misma delicadeza con la que se enseña a un niño. Tomó el brazo derecho de la Dragona y lo deslizó con cuidado por la abertura del tirante, luego hizo lo mismo con el izquierdo.

"Así... Desliza los hombros. Deben quedar al descubierto, sí, pero esto..."

Tocó ligeramente el borde del escote.

"Debe cubrir el pecho. No por vergüenza, sino por norma. Por convivencia"

Acomodó la tela sobre el torso de la Dragona, alisándola para que se adaptara a su figura. Luego, caminó tras ella y extendió la tela de la espalda, guiándola con maestría para que cayera correctamente.

"No necesitas apretarlo. Se sostiene por la tensión de tu cuerpo y el diseño", explicó mientras ajustaba los pliegues en la cintura con un movimiento seguro.

Cada gesto era fluido y meticuloso. Como si llevar a cabo esta tarea tuviera la misma importancia que ejecutar un encantamiento o abrir un portal. Cuando estuvo satisfecha, Yao se movió nuevamente al frente. Observó con atención a la criatura vestida por primera vez en tela y no en escamas, en humanidad y no en mitología.

"Ahora estás lista para que te vean", murmuró Yao, con ese tono suyo que no imponía, sino que afirmaba la verdad.

La Dragona volvió a bajar la mirada hacia su cuerpo. Tocó la tela con las yemas de los dedos y su expresión cambió ligeramente: sin orgullo ni vanidad, solo aceptación. Una profunda calma. Como si en ese instante, comprendiera el gesto y lo aceptara.

Estando ya vestida, la Dragona se mantuvo quieta unos segundos, aún procesando las nuevas sensaciones: el roce de la tela sobre su piel, y el leve peso de la vestimenta. Yao la observó en silencio, evaluando no solo su apariencia, sino también su energía.

Ya no era una bestia colosal que podía quebrar montañas con un rugido, sino algo más concentrado, más contenido. Peligrosa, sí, pero también... curiosa.

La Ancestral asintió apenas, y dijo con voz serena, cargada de intención:

"Es hora. Acompáñame", con ese breve llamado y una sutil seña de la mano, giró sobre sus talones con la misma tranquilidad con la que alguien se dispone a cruzar un jardín. No había urgencia, solo certeza.

La Dragona comprendió. Dio un paso tras ella, luego otro, aunque no con elegancia... aún no. Al principio, sus movimientos eran inseguros, casi torpes, como si cada pierna fuera demasiado larga o demasiado débil para su cuerpo. Estaba acostumbrada a desplazarse con cuatro patas y garras poderosas con la estabilidad de una criatura que dominaba la tierra, pero ahora, el equilibrio era otro. Sin embargo, bastó con verla; bastó con mirar a Yao caminar.

Mientras la hechicera caminaba con calma, ella la imitó. Observaba sus movimientos, la cadencia con la que alzaba los pies, el modo en que inclinaba levemente la espalda, y comenzó a copiarla, paso a paso, adaptándose con rapidez.

Lo que había sido inestabilidad se transformó en gracia imitada. No porque alguien se lo hubiera enseñado, sino porque sabía aprender al observar.

Mientras ambas caminaban, dejaron atrás el cráter helado donde todo había comenzado, y cuanto más se alejaban de la cima de la montaña, más cambiaba el entorno. Lo que antes eran rocas agrietadas por la temperatura helada y restos de energía arcana se había convertido en un terreno seco y árido, poblado de matorrales ásperos y ramas dobladas por el viento. El sol caía con más fuerza y pronto, la Dragona sintió el calor abrasador directo sobre su piel.

No le gustaba y le resultó incómodo. Era una incomodidad nueva, ajena, y no se quejó, pero la notó y la recordó.

...

Siguiendo un estrecho camino de piedra y tierra reseca, las dos descendieron toda la montaña, dejándola atrás.

Ya no estaban sobre ella, sino en su base donde el mundo se expandía en horizontes vastos, dorados por el sol.

En ese nivel, todo parecía enorme. Los arbustos que antes hubiera aplastado sin notarlos ahora se alzaban como selvas en miniatura. Matorrales retorcidos y secos, como los que crecían entre la arena y la roca, le llegaban a la cintura o al pecho. Los veía como obstáculos, pero también como formas de vida, vivas y diferentes.

Yao no abrió un portal, no porque no pudiera, sino porque no quiso. Ella quería caminar, quería sentir la montaña bajo sus pies y disfrutar del entorno. Aquel sendero de tierra y polvo, trazado por antiguos hechiceros, era usado solo en ocasiones especiales, y esta lo era. Cada piedra, cada grieta, cada sombra proyectada por los matorrales tenía una historia.

El aire ahora era más seco, y más cálido. Muy diferente al frío gélido de la Antártida.

La Dragóna, aunque ya había notado el calor, comenzaba a comprenderlo como parte del nuevo mundo al que había llegado. Seguía sin cansarse, aún cuando su cuerpo era más pequeño, su energía no. Sentía que podía recorrer el planeta entero sin parar.

Era una criatura distinta, pero no débil.

Tras unos diez minutos de caminata por un sendero recto, se acercaron más a Kamar-Taj. No por la entrada principal, sino por una más discreta, una puerta de piedra cubierta de musgo y tallada con sellos antiguos esperaba al final del camino, conectando con los pasillos interno del santuario.

Desde allí, aún tendrían que cruzar algunos pasillos y patios para alcanzar la recámara de meditación de Yao.

La Anciana caminaba delante con las manos entrelazadas a la espalda, su silueta recortada contra el sol del mediodía. Parecía tranquila, como si este viaje fuera rutinario, pero su silencio era reflexivo, y cuando finalmente habló, no fue como una maestra, sino como alguien dispuesta a escuchar.

"Dime... ¿cómo debo llamarte? ¿Tienes un nombre que recuerdes, o uno que desees tomar?", preguntó Yao con genuina curiosidad, sin girarse mientras la criatura la seguía de cerca.

La Dragona no respondió de inmediato. Sus ojos dorados estaban fijos en la espalda de la Ancestral, en el amarillo suave de su túnica ondeando al viento.

Mientras caminaba sobre la arena caliente, un recuerdo resurgió en su mente como una burbuja escapando del fondo de un lago. Era de cuando acababa de emerger de su caparazón, aún cálida, aún rodeada de ecos y sombras. Su madre la había llamado por un solo nombre, una y otra vez: Crysvélia.

Así la llamó hasta el día en que se elevó hacia los cielos, fundiéndose más allá del azul y el blanco.

Con ese recuerdo lejano, muy lejano como una estrella vista desde la tierra, la Dragona respondió con voz suave, raspada y serena, como si el peso de las eras no le afectara:

"Hace mucho tiempo... mi madre me llamó Crysvélia. Así fue... hasta que me dejó"

Yao escuchó en silencio. No cambió su expresión, pero algo brilló por un instante en su mirada. Otro ser como ella había existido, y quizás aún existía, en alguna parte.

"Entiendo... Crysvélia", repitió con respeto, pronunciando el nombre como si lo tejiera en su memoria. "Dime... ¿qué es lo último que recuerdas antes de abrir los ojos allá? ¿Hay algo... antes de esto?"

Crysvélia, que se había distraído observando los matorrales del desierto, volvió su atención a la voz de la Ancestral. No respondió de inmediato, ya que sus pupilas se habían posado en una criatura diminuta que asomaba entre los arbustos: un bebé fénec, blanco como la sal, con orejas enormes y ojos aún más grandes.

Se acercó con curiosidad y mientras caminaba, habló sin quitarle la vista al pequeño animal: "¿Último recuerdo?.... Creo que jugué con una cosa igual que tú, pero era mucho más grande... de un color como tu 'vestido'... y decía ser un... ¿Celes...? ¿Celestino?... ¿Celestial?... Umm, no me acuerdo bien..."

Se agachó con suavidad, alzando al pequeño fénec desde su cuello como si fuera su mamá, pero con la mano.

"Solo recuerdo que destruyó mi cueva mientras salía del suelo. Me dio curiosidad... y jugué con él. Recuerdo que los pobres" "bichos" murieron por su salida..."

Mientras decía esto, y con una mirada perezosa, acariciaba al pequeño zorro en sus brazos con un cuidado que contrastaba violentamente con el contenido de sus palabras. Como si para ella, la muerte de aquellos "bichos" fuera un simple detalle en medio de un momento divertido.

La Ancestral se detuvo con la misma naturalidad con la que respira el viento.

No fue una pausa abrupta, sino un movimiento orgánico, casi imperceptible, como si hubiera estado esperando que algo la anclara al presente. A su espalda, el leve crujido de la arena bajo unos pies descalzos había cesado, lo que le indicaba que Crysvélia se había quedado atrás. Yao no se giró de inmediato y cerró los ojos, como quien recoge agua con las manos para examinar su transparencia.

'Jugó con un Celestial…'

Las palabras flotaron en el aire con una candidez que helaba la sangre. No por lo que decían, sino por cómo lo decían. Como si jugar con un ser cósmico fuera tan trivial como perseguir un insecto curioso en el umbral de una cueva.

'Destruyó mi cueva... los pobres bichos murieron por su salida'

No había juicio, ni lamento. Solo una suave constatación.

Yao giró apenas el rostro, lo suficiente para verla a través del rabillo del ojo.

Crysvélia estaba agachada, su larga melena plateada cayendo en cascada sobre sus hombros desnudos brillando con reflejos de escarcha. Acariciaba con un cuidado absurdo al pequeño fénec que tenía en sus brazos. Su silueta era grácil, casi frágil, pero los cuernos que se alzaban desde su cráneo y los ojos ámbar incandescentes contradecían cualquier ilusión de inocencia.

La escena, en otro contexto, habría sido hermosa. Pero Yao no era alguien que se engañara por apariencias. Había visto dioses llorar, y monstruos reír.

'Tan antigua como el tiempo… y aún tan inocente como una tormenta'

Yao habló al fin, su voz saliendo como un murmullo suave:

"Jugaste con un Celestial... y viviste para contarlo"

Se giró con lentitud. Su mirada se encontró con la de Crysvélia, y durante un latido largo, ambas se observaron como dos espejos enfrentados, buscando en la otra el reflejo de algo más.

"Dime, Crysvélia... cuando despertaste allá abajo... ¿sentiste algo dentro de ti? ¿Una voz, un impulso? ¿Algo que no viniera solo de ti?" No era una simple curiosidad. Yao no buscaba entender el milagro de su regreso, sino algo más profundo… y potencialmente peligroso. Sus palabras, delicadas como un susurro, cargaban el peso de una sospecha.

Quería saber si el despertar de Crysvélia había sido genuino, una expresión de su voluntad… o si había sido activada, invocada o poseída por algo más. No por miedo a ella (aún), sino al poder que podría habitar detrás de sus ojos.

En respuesta, Crysvélia apartó la mirada y observó al pequeño zorro que mantenía atrapado entre los brazos. Luego respondió con su voz perezosa: "Bueno... después de "jugar" no recuerdo mucho. Solo que me dio sueño, así que busqué una cueva y me dormí... Cuando desperté tenía la montaña encima, y eso es todo"

Eso era todo. No había ningún secreto ni artimaña detrás de su despertar... al menos, no que Crysvélia supiera.

Yao la observó con atención, escudriñando más allá de las palabras, pero al ver que ella no mostraba señales de incomodidad o evasión, simplemente asintió. No quería molestarla, y si había algo oculto en su memoria, ya saldría a la luz en su momento.

Por ahora, solo se quedó quieta, pensando en silencio.

Crysvélia se levantó con el zorro apoyado contra su pecho, sujetándolo con ambos brazos cruzados en un abrazo y reanudó la marcha con pasos tranquilos, adelantando a Yao sin esfuerzo. La Ancestral salió de su ensimismamiento al verla pasar, y como Crysvélia caminaba lento, no necesitó más de media vuelta para alcanzarla.

Así, ambas caminaron en silencio.

Yao tenía más preguntas, muchas de hecho, pero prefirió esperar. Crysvélia solo había hablado porque Yao lo hizo primero, y como esta vez formó un silencio cómodo, no se sintió obligada a romperlo.

En cambio, mantuvo su atención en el zorro bebé, que claramente intentaba escaparse de su abrazo. Pero no pudo, porque por más frágiles que parecieran los brazos de Crysvélia, no había fuerza que pudiera separarlos.

...

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